La escuela y los distintos II (Sigo enojada)

Recuerdos con tinte gris


A los cinco años empecé a ir a terapia. 

Bueno, está bien, voy a decirlo de manera menos glamorosa: tenía cinco años cuando las maestras de jardín "aconsejaron" a mis padres, en varias e insistentes oportunidades, enviarme a una psicóloga. Las razones las supongo. Yo no me integraba a las actividades, o no lo hacía cómo se esperaba. Algo así.

También recuerdo las dificultades que tenía para relacionarme. Jugaba sola, en mi mundo. El otro, el de afuera, me resultaba hostil. 

Y yo creo, a la distancia, que tenía toda la razón.

En los retazos de recuerdos que guardo de aquellos años predomina un tinte gris, lleno de manchitas por todas partes.

Si alguna vez la pasé bien no lo recuerdo. En mi memoria sólo quedaron sensaciones desagradables.

Me acuerdo, por ejemplo, cuando tuve que usar un parche en el ojo para corregir una desviación y mis compañeritos decidieron apodarme "La vieja vizcacha". 

Hermoso. 

Y si de pronto había había algún aroma desagradable en el ambiente, bastante común en esos ámbitos, se escuchaba una vocecita que incriminaba "Fue Claudia" y las risitas cómplices se reían fuerte. 

Los niños pueden ser muy crueles, dicen, pero omiten una parte: los niños pueden ser muy crueles cuando les "enseñan" a ser crueles. Alguien, un adulto, es quien enseña ese pequeño gran acto de crueldad. 

Imagino a un adulto haciendo el chiste de la vieja vizcacha frente a su hijo. Algo sin importancia, seguramente. Un comentario al pasar y alguna risa. Suficiente para que un niño aprenda que decir eso de alguien y luego reírse está bien. Y qué maravilla si descubre que los demás festejan la ocurrencia. Ya está, el camino está allanado para lo que hoy llamamos bullying o acoso escolar.

Y sí, lo sufrí, claro. Para el ámbito escolar yo era un bicho raro, no encajaba.

Además hablaba mucho, siempre, toda la vida. 

Y seguramente todo lo que contaba debía sonar muy raro: amigos invisibles, mundos mágicos. Lo cierto es que yo creía en todo eso. Porque ese universo imaginario me hacía sentir especial, menos marginada y más elegida.

En mi mundo, que no se parecía en nada al otro, yo tenía poderes, tenía amigos que me querían y que me cuidaban.

Pero en el otro, en el verdadero, no.

A la distancia me sorprendo de la poca atención que le di siempre a la pequeña niña que fui. Con lo que a mí me gusta revisar los cajones viejos de la mente.

Pero ya sabemos, hay lugares que mejor no. Seguramente ahí siempre funcionó ese freno instintivo que tenemos adentro, ese que te dice "Por ahí no vayas porque hay mucho barro, no te conviene".

A lo mejor ya es hora de empezar a enchastrarse, como saben hacerlo los niños pequeños.

Vamos por acá.


Terapia infantil


Las notitas empezaron a llegar. Todavía tengo una guardada, por ahí anda ¿Se acuerdan de las libretitas Norte, con el dibujo de una llama? En un cuaderno como ese una maestra escribió con letra redonda, preguntó, insistió: "¿Pudieron hacer la consulta?".

¿Pudieron?

Mi vieja no lo ocultaba, creía poco y nada en la psicología. Mi viejo debía creer menos todavía. Por supuesto, ninguno de los dos hizo terapia, nunca.

Pero me llevaron a mí a terapia.

Primero me llevaron a una consulta con una psiquiatra y mi mamá contaba orgullosa que después de la consulta la psiquiatra les dijo que nunca más pisaran un consultorio psiquiátrico con esta nena, osea yo. Cada vez dudo más de la veracidad de esas palabras. Algo así puede haber dicho, pero no estoy segura. Pienso, especulo, con la discusión que debía existir entonces acerca de las derivaciones de menores a psicólogos y psiquiatras.

Y después sí, empecé con la psicóloga.

Mi mamá disfrutaba criticándo a mi psicóloga, porque era separada. Decía que "si tiene tanto lío en su vida cómo va a arreglar las de los demás". Se regodeaba en su victoria: ella no era profesional pero al menos tenía una familia "bien" constituida, qué tanto.

Así y todo, con sus críticas, había que obedecer a las maestras de jardín.

Y fuí. Contaba mi mamá que no quería ir pero después, cuando terminaba la sesión pataleaba para quedarme. 

Y claro, lo que no quería era viajar. 

Porque mi psicóloga tenía su consultorio en Caballito. Dos horas de viaje ¿Por qué tan lejos? No tengo idea.

En fin. Ir hasta Caballito en colectivo era por demás insoportable para una niña tan pequeña. Recuerdo flashes del viaje: las calles empedradas, las vías de un tranvía y un chocolatín Jack que me compraban para distraerme.

Curiosamente, veinte años después transité esas calles a diario y durante una década cuando estudié en la calle Puán. Pero entonces iba para disfrutar de lo que más me gustaba: estudiar literatura.

Volviendo a mi psicóloga, al llegar a su edificio, una escalera empinada y caracoleante nos esperaba, por lo que muy pocas veces pude ir con mi mamá. 

El consultorio. Ventana enorme, quizá balcón, no me acuerdo. Lo que si tengo grabado es el piso de parquet, brillante y oscuro. Ahí, en el medio del consultorio me esperaba la canasta de mimbre. Yo la daba vuelta y muchos juguetes caían al suelo. 

Y jugaba. Eso hacía ¿Qué otra cosa podía hacer? Jugaba. 

Supongo que entonces la psicóloga, de quién lamentablemente no recuerdo su nombre ni su rostro, charlaba conmigo, me observaba. 

Y después me iba.

No sin antes patalear.

Y eso fue todo durante un tiempo.


Ey, adultos!


No sé si la terapia sirvió o no.

Durante años pensé que la terapia en niños pequeños era un error. Hoy, con un poco más de experiencia, voy a replantear mi mirada: la terapia en niños pequeños es un error si no hay adultos acompañado, haciendo cambios.

La terapia puede ser un gran vehículo para que un niño reconozca una situación y cuáles son sus herramientas para hacer frente a esa situación. Pero creo que los adultos también tienen que asumir el deber, el compromiso de estar a la altura de la situación.

¿Para qué un martillo si no hay un clavo que golpear?

De aquel tiempo tengo en mente algunas devoluciones que mi mamá me fue contando: yo era muy imaginativa, muy creativa, bla bla bla.

Y así como al pasar, yo le tenía miedo a mi papá.

Eso.

Decía la psicóloga que yo temblaba cuando lo veía a mi papá.

Temblaba.

La nena de cinco años que fui temblaba cuando veía a su papá. Papá gritón, enojón, mirada fuerte. A veces se le iba la mano y otras el cinturón.

Vuelvo a leer todo lo que escribí hasta ahora y no lo encuentro ¿Dónde estaba mi papá? Cuando iba a terapia, cuando escribían las maestras ¿En qué universo estaría oculto mientras mi mamá contestaba las notitas, resolvía cómo llevarme hasta Caballito, recibía los informes, me contaba lo que no podría recordar?

Ya escribí mucho de mi viejo, ya lo perdoné también. Con las herramientas que tenía, hizo lo que pudo.

Pero lo que no pudo aún me duele. 

Me duele la mirada adulta, que no pudo, no quiso, no supo cómo resolver.

Me duele la maestra, las familias de mis compañeritos. 

Me duele que ningún adulto haya intentado transformar-se para incluirme en ese mundo.


La normalización grupal


Cuando empecé la primaria la cosa no mejoró. Todo lo contrario. 

En primero y en segundo tuve una maestra malísima que me castigaba muy seguido porque hablaba mucho. A veces el castigo era ir al rincón, pero la mayoría de las veces me hacía salir a la puerta del aula. 

A mí ese castigo me encantaba, porque tenía una amiguita con la que solía compartir mi destino y juntas aprovechábamos y nos ibamos a recorrer la escuela. 

En los estudios no me fue mal, pero tampoco me destacaba. Igual que el jardín, la primaria y la secundaria fueron tiempos difíciles en relación al mundo social. Pocos amigos, muchas bromas pesadas, muchísimos retos de las docentes y la terrible sensación de no encajar nunca en ningún lado.

La verdadera ventaja es que fui creciendo igual, a la fuerza, construyendo estrategias y elaborando un camino.

Le dicen resiliente.

Qué cagada es ser resiliente! 

Mejor no tener que resilir nada, no?

No está bueno.

Empiezo a hablar con amigas y amigos. Empiezo a intercambiar experiencias.

"Con mi hija pasé por situaciones parecidas. Por recomendación de la escuela la llevé al psicopedagogo y la 'diagnosticaron' con problemas motrices, le costaba escribir la cursiva. Es una etiqueta que carga hasta el día de hoy. De todas formas se las arregló y con la oralidad la rompe! Es una gran oradora". 

 "Mi hijo tiene dislexia, cuando le dije al pediatra me advirtió 'cuidalo de las etiquetas'".

"Yo tengo una anécdota también" comenta otra amiga, "Reunión de padres de mis dos hijos. Primer piso: reunión con las maestras de mi hija: Tu hija es desprolija, desordenada, fíjate qué podés hacer. Me sentí la peor mamá del mundo. Después bajé las escaleras, reunión de padres de mi hijo: su hijo es prolijo, participa, es brillante. Felicitaciones!".

"Mi hija mayor, toda su primaria con fonoaudióloga, psicopedagoga y psicólogo, hablaba mal y le costaba todo. Hoy, ya adulta, va por su segundo título terciario. Aprendió a ser resiliente".

Tengo la sensación de que hay en las escuelas un dedo enorme, acusador, un dedo que señala la diferencia y la patologiza.

Homogeneidad.

Me acuerdo de golpe de Bruno, un pibe que tuve en un séptimo grado cuando recién empezaba a trabajar en la docencia.

A Bruno le iba muy mal en la escuela, no pegaba una. Tenía una letra catástrofe y era blanco de todas las burlas de sus compañeros. La maestra del grado se preguntaba si no tenía algún retraso.  

Un đía Bruno me preguntó si podía dar una clase sobre música. Me dio curiosidad y le dije que sí. Al otro día dio una clase increíble sobre la historia del Jazz. Después puso un cassette y les hizo escuchar a sus compañeros la música que él había compuesto en piano. Las caritas de asombro eran tremendas: "¿Vos tocaste eso?".

Resulta que Bruno era talentoso en la música a pesar de la oposición de su familia, que no lo entendía.

¡Otro resiliente!

No sé qué habrá sido de su vida, espero que haya podido cumplir sus deseos. Igual, creo, el tema no es si era o no brillante. Podría haber sido simplemente bueno en música, o aún mediocre. 

El tema es que eso era lo que lo encendía.

La escuela debería trabajar con esa llamita.


Cambiar 


Vuelvo a pensar en la psicóloga y en las notitas de las maestras.

Me parece fundamental buscar ayuda cuando es necesario, en la psicología, en la psicopedagogía, en la psicomotricidad, en la neurología.

Claro que sí.

Siempre que sea necesario y contribuya a ayudar a que los chicos encuentren sus caminos.

Me hago preguntas.

¿Cuándo será pertinente sugerir ayuda? ¿En qué situaciones? ¿Para qué?

¿Será quizás cuando hay un chico sufriendo? 

 ¿Será cuando la escuela agotó (léanme bien ¡agotó!) todas las estrategias posibles? 

¿Para qué sirve un diagnóstico si atrás no hay un trabajo institucional que lo justifique?

Es más ¿para qué sirve un diagnóstico que deposita en el niño las carencias de la propia institución escolar?

¿No debería ser la escuela el ámbito necesario para trabajar valorando las diferencias en vez de demonizarlas?

Pienso en la escuela actual y la sensación es que no hay grandes cambios de ayer a hoy.

Tenemos la ESI, claro, pero todavía cuesta demasiado introducirla en los docentes. Estamos formados con los parámetros de una escuela obsoleta y todo lo nuevo no encaja.

Hay que desarmar todo.

Cuando planteamos (somos mucho, créanme) que hay que desarmar la escuela actual y hacer algo completamente diferente, creo que lo primero, lo primordial, es arrancar por acá.

Para que ningún chico sufra aprendiendo.

Para que ningún chico sea domesticado.

Porque la diferencia no se tiene que tolerar, como a un mal remedio; ni tampoco aceptar como un acto de buena voluntad.

La diferencia no es algo para censurar pero tampoco nos define.

No somos esto o aquello. No somos esto solamente, ni siempre.

Vivimos tiempos nuevos. Es necesario cuestionar lo que está arraigado, es necesario investigar, curiosear, probar.

Ecología, arte, género, ciencia.

Tanta maravilla que podría brindar la educación.

Y la ESI como bandera.

Siempre.

La escuela tiene que manejar otras dinámicas.

Moverse de esa quietud de reino sagrado.

Los fuegos están ahí, esperando que alguien los ayude a crecer e iluminar nuevos caminos.


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Comentarios

  1. Te sigo leyendo y me enojo con vos. Pienso...a todxs algo de lo que contas nos resulta familiar y duele, duele pensar las infancias bajo esas miradas.

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    1. Sí, enoja. Pero me pregunto cuántas me habré equivocado yo también, estando del otro lado.

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  2. A pesar de todo lo que vivimos, acá estamos para comprender y deconstruir nuestras miradas. Graciassss, Claudia

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