Historia de un cuerpo
Alguna vez fui flaca. Flaquísima. Súper flaca.
Eso es lo que recuerdo y es lo que confirman algunas fotos viejas, esas que andan ocultas y cada tanto reaparecen en los cajones, en las bauleras, en cajas de cartón para revelarnos algún secreto. Las fotos de otro tiempo cuentan, alertan, susurran, nos recuerdan. Apenas un cuchicheo al oído y nos detenemos en un detalle, un gesto, una sonrisa.
Las fotos en las que me encuentro me cuentan muchas cosas: que era muy flaca, sí, y también que era joven, y risueña, y que además era tan insegura y tan miedosa. Dicen las fotos que el mundo me daba ansiedad y me daba terror.
Sí. Yo era flaca, pero no alcanzaba.
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¿Por qué eran tan enormes mis muslos? ¿Por qué tenía una panza tan grande y fofa y blanca? ¿Por qué la ropa nunca me quedaba como lo deseaba?
¿Por qué el espejo nunca me devolvía lo que yo quería ver?
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Mentiría si dijese que todo eso no era importante para mí. Por momentos era lo único que me importaba.
Es cierto que mis intereses y pasatiempos desde muy chica iban por otros caminos más literarios.
Tenía una imaginación frondosa, podía pasar horas y horas leyendo o escribiendo historias. A los once supe que quería estudiar Letras, soñaba con ser escritora y también periodista, o docente. Pero todo eso era en el futuro, porque ahí mismo, en aquel presente, lo que más quería, lo que más anhelaba, era gustar.
Lo supe en aquel momento y durante toda mi adolescencia.
Supe que todo lo que yo era no valía nada en mi mundo de todos los días: no les importaba a mis compañeros en la escuela ni a mis amigas, y definitivamente no le importaba al chico que me gustaba.
Yo no era la más linda, no tenía un cuerpo perfecto ni una carita hermosa. Y para colmo me vestía mal, eso me decían, que no sabía arreglarme. Pasaron décadas y más décadas para que pudiera poner esa frase en su lugar.
"Arreglarme" ¿Acaso estaba rota yo?
Ahora que lo pienso, creo que nunca escuché que los varones tuvieran que "arreglarse" para salir. Ellos se visten, nosotras nos arreglábamos.
Y yo, mal o bien, intentaba arreglarme.
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Entonces ser flaca era un valor.
Era algo, alguito para mi pequeña seguridad, tan frágil, tan inconsistente que el más leve soplido de cualquier lobo maligno desmoronaba toda mi estructura. Una risita, una burla, una mirada despectiva, una crítica al pasar desarmaban la casita de seguridades que a veces lograba armar.
Para que se entienda: Yo quería ser yo, pero con otro cuerpo, uno que me quedara bien, uno que me sirviera para transitar el mundo.
Ahora se usa la palabra "encajar". Yo no encajaba, no podía incrustarme. Era una pieza de otro juego, una ficha fallada del rompecabezas.
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"Por lo menos sos flaca", eso también me lo decían, "Vos no sabés lo que es hacer dietas desde chica, ir a una fiesta y tener miedo de comer, vos no sabés".
Es cierto, yo no sabía.
Así que no podía sentir alivio por algo que ni siquiera percibía.
No era cuestión de compararme para sentir alivio.
¿De qué me servía cualquier comparación si mi autopercepción era el problema?
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Entonces dependía de la mirada de los otros, específicamente de la mirada de algún varón.
Por supuesto que no era consciente de todo esto. No cuestionaba, no me hacía preguntas. Ese era el mundo, así funcionaba. Cuando decimos que una situación es estructural significa que no hay un accionar decidido pensado meditado, sino que ese accionar está dado por pautas culturales, porque es aceptado socialmente, "porque es así y punto".
Y así era, necesitaba del piropo. Cuando salía a la calle un sábado a la noche, cuando llegaba a una fiesta, o cuando estaba en una reunión, en cualquier caso era imprescindible que alguien me dijera lo linda, lo fuerte, lo interesante que estaba. Aunque ese acercamiento me diera miedo, o asco, o vergüenza. La mirada de otros, la mirada de ellos me definía.
Aun hoy hay quienes siguen defendiendo la supuesta galantería del piropo. No pueden ver lo injusto y asimétrico que es. No importa si es lindo, educado. No importa. Nadie debería opinar sobre el aspecto de otra persona.
Porque claro, también podía suceder que el comentario fuera despiadado: "Gorda larga las pastas" por ejemplo. O repulsivo: 'Vení que te chupo todo". Podía estar acompañado de una persecución, de un roce, de un acercamiento desagradable.
Todo eso habilitaba el piropo.
Entonces... todo esto que empezamos a vivir desde muy chicas nos va determinando. A nosotras, al depender de la mirada de ellos. A ellos, al poder decidir y legitimar quién sí y quién no.
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Quién sí y quién no.
Las desigualdades de género, aunque no las veíamos, paradójicamente, estaban a la vista.
¿Que era sino el famoso "Damas gratis" en los boliches?
Fui muy pocas veces a bailar, siempre en grupo, con amigas. Y si llegábamos antes de un determinado horario, las chicas entrábamos gratis.
"Damas sin cargo", así decía la entrada.
Pasaron muchos años para que al fin entendiera que aquella gratuidad que nosotras veíamos como una ventaja sobre los varones no era tal, ya que se basaba básicamente en que nosotras no éramos las clientas sino los productos. Nuestros cuerpos se exhibían para que los chicos eligieran.
Quién sí y quién no.
Siempre me acuerdo de esas miradas en la puerta del boliche, inspeccionándonos, sopesándonos, evaluándonos.
Esas miradas, una vez más, eran las que nos admitían o nos rechazaban.
Porque había requisitos. Siempre hay. Ser alta, flaca, linda, moderna, divertida, tener ritmo, ser sensual.
O quedar afuera.
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¿Cómo no crecer en la inseguridad? ¿Cómo no sentir que la mirada del varón nos legitima?
La vanidad femenina se enseña. De eso se tratan los piropos, Aprendemos a vivir de prestado, aprendemos a ser a través de la mirada ajena.
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A veces me da rabia cuando me dicen que era linda. En principio, por el obvio uso del verbo en tiempo pasado; en segundo lugar, porque llega demasiado tarde ¿De qué me sirve si en aquellos años padecía todos los complejos?
Lo mismo me pasa con las fotos viejas. Era linda, como todas las pibas jóvenes. Claro, mi vara hoy cambió. Mi idea de belleza es otra, tan distinta que da risa. Lo pensaba cuando daba clase, veía a diario a un montón de estudiantes que reían, gritaban, opinaban, discutían. Tenían la energía de ese mundo nuevo. Eran esplendidas.
¿Se habrán sentido en algún momento como me sentía yo cuando tenía la misma edad?
Uf, por suerte los tiempos van cambiando y eso se nota. Hay contradicciones, claro, porque a cada despertar nuestro, la droga que se nos ofrece es más potente, más despiadada.
Por cada espejo que rompemos, el sistema construye un laberinto repleto de ellos para que nos perdamos.
Así funciona.
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Qué lejos estoy de aquella piba que fui, y a la vez qué cerca.
¿Qué haría si pudiera volver el tiempo atrás? Lo pienso bastante seguido. No porque quiera vivir todo nuevamente, ni porque extrañe la juventud.
Quisiera volver en el tiempo, sí, pero siendo la que soy hoy, quisiera encontrarme con la que fui, quisiera abrazarme.
Me gustaría tener un Delorean y visitar a la niña, a la adolescente que fui, a la joven.
¿Qué me diría? Me diría muchas cosas: que no haga caso, que nadie tiene derecho a opinar sobre mi cuerpo, que así estoy bien, que no hay fallas, "No te sobra ni te falta nada" me diría.
Me advertiría que un día, dentro de varias décadas voy a conocer a otras mujeres, mujeres sabias, que me hablarán sobre la diversidad de los cuerpos y entonces voy a descubrir que mis complejos no son reales y que hay algo llamado patriarcado que nos quiere insatisfechas y manipulables.
"Pero todavía falta para eso" me diría, "por ahora resistí, y no te lastimes más, no te aprietes la panza con rabia frente al espejo, no te desprecies. Dentro de varios años vas a verte en fotos de ahora y te vas a gustar mucho.
Te lo prometo."
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Las inseguridades nunca se fueron realmente y con los años fui aprendiendo a convivir con ellas, a quererme pese a ellas.
En verdad parece que todo está construido para dar vueltas en círculos.
Ponerle palabras al asunto es a veces vergonzoso. Parece tan superficial que una mujer adulta piense en esas cuestiones.
No sé cuándo pasó, pero ya no soy joven, así es, y tampoco flaca; y aunque todo esto del aspecto sigue siendo importante ya no lo es como antes, por suerte. Con los años aprendí a llevarme un poco mejor con mi imagen, aunque las miradas inquisidoras siguen al acecho, recordándome que era linda y que era flaca y que ya no lo soy.
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Hay días en los que me miro al espejo y me gusta verme. Me gusta mi cuerpo bien plantado, mis piernas que van y vienen, mi espalda secreta y firme, mis brazos que cargan alimentos, libros.
Son esos momentos en los que soy consciente de todas mis vulnerabilidades y vulneraciones, pero no me importan.
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Y es que en cincuenta y cuatro años pasé por muchísimos estados, demasiados. Mi cuerpo cambió muchísimo.
Sí claro, todo el tiempo cambiamos.
Y más cuando acumulamos ya no años sino décadas. Y en las últimas décadas todo fue vertiginoso.
Treinta y un años. Un novio me rompe el corazón en medio de un pequeño desastre familiar. De golpe adelgazo mucho y sin explicación. En mi familia creen que tengo algún desorden alimenticio. Hago una consulta con un clínico y después de algunos estudios me deriva con una endocrinóloga. Estoy hipertiroidea, me explica, es leve y es emocional. Un poco me alegro, porque hacía mucho que no estaba tan flaca. La doctora me explica que el hiper hace que mi cuerpo trabaje más a prisa, es como una máquina, me advierte, que si trabaja más de la cuenta se gasta más rápido. Me da una medicación y me recomienda terapia.
Como síntoma de la enfermedad, después de un tiempo mi ojo izquierdo se inflama, exoftalmos le dicen. Cada vez que me cruzo con alguien conocido me pregunta que me pasó en el ojo. Tengo ganas de llorar todo el tiempo y preferiría no ver a nadie.
Treinta y ocho. Dejo de fumar. El cigarrillo era realmente importante en mi vida y hasta el día de hoy no puedo creer que lo haya expulsado para siempre. Un día voy a escribir sobre eso. Pero por ahora sólo diré que canalicé la ansiedad cómo pude y subí de peso, bastante.
Treinta y nueve años. Voy a casarme y decido hacer una dieta súper estricta. Saco las harinas y los azúcares de mi vida durante tres meses. Además, practico natación. El día del casamiento el vestido me queda perfecto. Todo es soñado. Pero a los meses vuelvo al peso anterior. Poco tiempo después quedó embarazada y la delgadez pasa a ser cosa del pasado.
Durante meses llevo una panza inmensa, redonda. Es difícil mantener estable este cuerpo que se va para adelante, que cambió tan de golpe, que está habitado por otra vida. Me da miedo la fragilidad de mi cuerpo y del cuerpito que alberga. Trato de ser cuidadosa pero soy torpe, muy torpe.
A los cuarenta y uno soy mamá. Durante varios meses mi cuerpo casi no me pertenece. No lo reconozco. La maternidad es hermosa y mi hijo es precioso, pero me duele la cicatriz de la cesárea, me duelen los pezones. Los corpiños para amamantar son espantosos y la ropa que usaba antes del embarazo no me entra. Me cruzo con gente que me pregunta cuando voy a parir y tengo ganas de llorar.
A los cuarenta y tres aproximadamente empiezo a ir, por primera vez en mi vida, a una nutricionista. Durante varios años tengo prohibido comer pastas, papa, banana, "me estoy cuidando" explico cuando no puedo comer algo. Hago caso en todo, menos con los chocolates, que son mi debilidad. Bajo, pero cuando llego a determinado peso vuelvo a subir. Una y otra vez...
Cuarenta y nueve, un coctel explosivo de pandemia, menopausia y ahora hipotiroidismo, llevan mi cuerpito a un peso que nunca imaginé tener. Me gustaría volver al peso que tenía cuando creía que estaba muy gorda.
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De la pandemia me quedaron unas cuantas experiencias nuevas. Aprendí a editar videos, abrí un canal de YouTube y un blog, entre otras cosas.
Pero lo más interesante de esos días fue que empecé a entrenar. Siempre sentí que la actividad física era para otra clase de mujeres, divinas, atléticas, quizás un poco obsesivas. Pero no era así y hoy no podría vivir sin mi entrenamiento.
Lo reconozco, al principio me impulsaba el deseo de estar flaca, y nada más. Me llevó mucho tiempo entender para que sirve un cuerpo ejercitado.
¿Para tener estabilidad? ¿Para hacer fuerza sin romperme la cintura? ¿Para levantar cosas pesadas? ¿Para caminar sin cansarme? ¿Para sentarme en el piso y levantarme con agilidad?
Con asombro pasé de ejercitar con pecitas de un kilo a ejercitar con las de tres y de las de tres a las de cinco kilos. Descubro músculos que no conocía, descubro una fuerza que me sostiene, literal y simbólicamente.
Para todo eso entreno. Me cuido, para que mi cuerpo me acompañe en el tiempo que queda de este recorrido.
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Y así crecimos, atrapadas por esas miradas de aprobación o desaprobación sobre nosotras y nuestros cuerpos.
Cuando era joven, había días en los que me agotaba tanto la sensación de tener que agradar y me desesperaban tanto las críticas. Era una carrera repleta de agujeros y nunca llegaba a la meta. No había meta posible. Siempre había algo que estaba mal. Yo deseaba gustar y a la vez deseaba no necesitarlo más.
Recuerdo perfectamente, aquel día en el que miré a Rosa y pensé "Un día quiero ser como ella para que me dejen en paz."
Rosa era una compañera de trabajo. Era bonita, agradable, y sobre todo, era mayor. Debía tener cincuenta y pico, como yo ahora. Yo la miraba y sentía que a nadie le importaba cómo se vestía, cómo se peinaba o si había engordado algunos kilos. No le pedían que fuera atractiva, femenina o bonita.
Yo sentía que Rosa ya no tenían esos problemas, estaban más allá. Era libre.
Ahora tengo esa edad y entiendo por qué quería ser como Rosa. Rosa era invisible. Me encontré con esta definición hace algunos meses. Hay estudios y algunas notas muy interesantes al respecto. Cuando las mujeres llegamos a esta etapa, nuestros cuerpos ya no están en el centro de la disputa social. Ya no servimos para la reproducción, y para saciar el deseo y la fantasía hay cuerpos más jóvenes que los nuestros. Por supuesto que hay mujeres maduras muy hermosas, y por supuesto que desde las redes y los medios seguirán insistiendo con las mujeres "que envejecen mal" y las que, en cambio "se conservan" bellas.
¡Se conservan! ¡Esas palabras!
En fin, ahora que estoy de este lado de la vida, ahora que soy invisible, hay días en los que me enojo mucho, porque me siento desechable. Pero hay otros días, que el alivio es tan pleno que me siento liberada. Y, sobre todo, ahora empiezo a entender cuántos saberes atesoran nuestros cuerpos, cuántas marcas de esclavitud poseen, cuántas libertades se nos adeudan.
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Una de esas veces que pude bajar de peso me probé vestido que amaba y aunque hacía varios años que no me entraba, lo había conservado por si algún día ocurría el milagro. Y el milagro ocurrió pero no hubo caso. El vestido seguía sin quedarme. La decepción fue enorme.
Si el peso estaba bien, si el vestido estaba igual ¿Qué estaba mal?
Observé mis caderas y entendí. Mi cuerpo había cambiado, y eso era todo. No se trataba de una máquina que podía "arreglarse" para que funcionara como antes.
En estos días volví a recordar esa situación.
Entonces, pensé ¿Cuál es el peso que una mujer tiene que tener? ¿Qué quiere decir "volver a mi peso"? ¿El que tenía a los 15, a los 30, a los 50? ¿O es otro?
No es fácil darle batalla a esta educación, a esta cultura, a este sistema.
Hoy que soy una mujer adulta y que aprendí tanto sobre los mandatos, empecé a desarmar muchísimos aprendizajes.
Desaprender lleva tiempo, quizás toda la vida.
Hoy me siento mucho más segura.
Sin embargo, aún quisiera volver a estar flaca.

ufff! impresionante, Claudia!
ResponderBorrarY lo loco es que ni siquiera es especial, es una historia más entre tantas.
BorrarTe amo. Solo eso
ResponderBorrarEs mutuo! 🫶
BorrarEstoy en la misma, atravesada por el feminismo, la deconstrucción, transitando los 51 a los ponchazos, pensando lo mismo que vos cuando Google fotos me recuerda cómo era hace 5 años, estilizada, sin panza, con el pelo por la cintura castaño oscuro y después vino la pandemia. Luego vino el cáncer y con él, la pelada, la menopausia y ahora la diabetes.
ResponderBorrarHoy soy una gordita simpática que se viste con cosas que no aprietan, que es hippie no por elección sino porque no alcanza para comprarme ropa linda como la que usaba antes, pero sabés qué? Estoy viva con mis rulos nuevos y con una red afectiva que me sostiene, porque ahora sí, me doy el lujo de caerme (en todos los sentidos de la palabra)
Igual, sigo guardando los jeans y las remeritas lindas que usaba. Tengo la esperanza de volver a usarlos.
No extraño a mí yo de antes. Extraño preocuparme por los dos kilos que aumenté en las vacaciones.
Gracias por tu escrito, bella.
Muy fuerte! Gracias por contar tu experiencia, toda una transformación. Y aquí estás. Maravilloso. Cambiar nuestro concepto sobre la belleza es nuestra pequeña revolución. Abrazo!
BorrarCon cuánta claridad describiste parte de mi vida y me aventuró a decir la de muchas. Abrazo fuerte🫂
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