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La escuela y los distintos II (Sigo enojada)

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Recuerdos con tinte gris A los cinco años empecé a ir a terapia.  Bueno, está bien, voy a decirlo de manera menos glamorosa: tenía cinco años cuando las maestras de jardín "aconsejaron" a mis padres, en varias e insistentes oportunidades, enviarme a una psicóloga. Las razones las supongo. Yo no me integraba a las actividades, o no lo hacía cómo se esperaba. Algo así. También recuerdo las dificultades que tenía para relacionarme. Jugaba sola, en mi mundo. El otro, el de afuera, me resultaba hostil.  Y yo creo, a la distancia, que tenía toda la razón. En los retazos de recuerdos que guardo de aquellos años predomina un tinte gris, lleno de manchitas por todas partes. Si alguna vez la pasé bien no lo recuerdo. En mi memoria sólo quedaron sensaciones desagradables. Me acuerdo, por ejemplo, cuando tuve que usar un parche en el ojo para corregir una desviación y mis compañeritos decidieron apodarme "La vieja vizcacha".  Hermoso.  Y si de pronto había había algún aroma des

La escuela y los distintos (dolor y enojo)

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Esto pasó hace ya seis años. Cuando Juan estaba en jardín. Aquel mediodía lo fui a retirar como siempre pero esta vez la seño me encaró, necesitaba hablar conmigo. Durante la clase que dio la prácticante Juan no paró de moverse. Al parecer, mientras la maestra leía un cuento, Juan se metía abajo de las sillas, jugaba y no prestaba atención. Ese mediodía me enojé con él, lo reté y le dí lo que en ese momento era el peor castigo: no iba a ver a Zamba en Paka Paka. Llanto, mucho llanto. Mamá inflexible. Pero esa tarde, mientras jugaba en el comedor, Juan me empezó a contar el cuento que la seño había leído. Me lo contó todo, completito. Al otro día, cuando lo llevé al jardín, le pregunté a la maestra si lo que habían leído era El sastrecillo valiente. Sí, efectivamente. Contra toda lógica, Juan había prestado atención y además había entendido el cuento. A partir de ese momento supe que el paso de mi hijo por la educación formal iba a ser complicado. Así fue. Los dos primeros años de prima

Sobre fines y comienzos

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Fue un 19 de marzo. Como casi todos los días  de mi vida, levanté el teléfono para llamar a mi mamá. Pero esta vez la persona que me atendió fue una doctora, la doctora de la ambulancia que mi hermana había llamado. Mi mamá presentaba problemas respiratorios, me explicó la doctora, y la estaban por llevar a una clínica para internarla. Yo no podía ir, me dijo, porque en esos lugares hay muchos virus y puede afectar al embarazo. "Está tu hermana, quedate tranquila". Me quedé todo lo tranquila que pude. Por lo poco que hablé con mi hermana supe que no conseguían cama en ningún lado. Me senté en un sillón y teléfono en mano, discutí con todo el PAMI para conseguir una clínica para mi mamá.  No había. Es sabido que en San Martín si tenés obra social o sos jubilado, no hay clínicas donde parir ni clínicas donde morir. A Maquinista Sabio la mandaron a mi vieja. Y atrás se fue mi hermana, custodiándola. A los pocos días, el 22 de marzo, fui a mi control con el obstetra. Yo tenía fec

Vivir es un derecho

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El otro día estaba haciendo trámites y pasé por Tribunales. ahí estaban, montón de organizaciones, acompañado y apoyando la lucha de Higui. En la esquina la vi, charlando con otras mujeres. Me hubiese gustado acercarme, decirle algo pero no me animé. Horas después hablaba de todo esto con mi amiga. Hablábamos de cómo nos conmueve y nos moviliza su lucha. Porque la causa de Higui va más allá de lo personal.  Su causa, la nuestra, es contra el prejuicio y contra la discriminación. Entonces mi amiga me dice que aprendió mucho en los últimos años y que no siempre fue así. Mi amiga dice que hoy reconoce y lamenta todos los años de silencio y de complicidad. Porque hay que hacerse cargo del camino recorrido, dice mi amiga, y de lo que fuimos soltando para llegar hasta acá. Dice que lo lamenta. Yo también lo lamento. Lamento cuando me reí porque aquel periodista llamó "Roberto" a una actriz trans. Fue en aquel programa de varones cancherísimos que se burlaban de todo lo que no era h

Releyendo El amor en los tiempos del cólera

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Territorios Una vez, hace mucho tiempo, Florentino Ariza pintó sobre el vientre de la palomera una flecha hacia abajo y unas palabras: "Esta cuca es mía". Esa noche la mujer se desnudó frente a su marido y olvidó que había un mensaje escrito en su cuerpo. El marido no dijo nada pero fue al baño, en silencio tomó una navaja y degolló a su esposa. Volví a leer este capítulo hace pocos días, después de una de esas conversaciones que tengo con mi hermana. Volví a leer aquella escena impactante y sentí el escalofrío que ya había tenido antes, pero esta vez con alguna información que le ponía nombre al espanto: femicidio. "Esta cuca es mía" escribió Florentino y marcó su posesión, delimitó su territorio,  para que nadie osara confundirse. El cuerpo de aquella mujer que tantas veces se le había negado, que lo había rechazado una y otra vez, ahora era suyo. Hace tiempo que trato de entender qué significa para este sistema que nuestros cuerpos sean territorios a colonizar. E

Imprenteros y el regreso a casa

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Anoche volví a soñar con la casa de mi infancia. No es frecuente, pero algunas veces sueño con lugares que dejé de habitar. A veces soy chica y todos están vivos, y a veces soy adulta, y regreso con nostalgia. En el sueño de anoche era quién soy hoy, se acercaba el cumpleaños de mi hijo y no sé por qué razón había decidido hacerlo en aquel pequeño patio de la casa de mi infancia. Los sueños son tan raros. Por un lado todo era muy natural, como si viviera allí; por otro lado aparecían las marcas de la nostalgia: "Acá había un jazmín del aire" recordaba, y pensaba qué bueno sería volver a plantar uno. De pronto el recuerdo de los aromas y los sabores de la infancia regresan a poblar la mente de deseos infantiles y uno se siente puerilmente felíz. Es raro recuperar hoy este recuerdo, porque el patio nunca fue un espacio importante para mi familia. Alguna vez se festejó allí un cumpleaños, y eso fue todo. Con mi hermana solíamos jugar por toda la casa, incluso en el patiecit

Reencuentro

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Entro al aula de cuarto año y saludo. Ahí están, esperando sentados. "¿Cómo les va?" pregunto, "mi nombre es Claudia y soy la profesora de literatura" les digo.  Levanto la lista y empiezo a nombrarlos, uno por uno, y entonces me doy cuenta de que reconozco esos nombres, aunque sus rostros no me resultan familiares. De golpe caigo en la cuenta de que todos ellos fueron mis alumnos durante el 2020, el año de la cuarentena larga. Cuando se los comento me dicen que sí, claro, son ellos, dos años más grandes. Les pregunto si me conocían y dicen que sí, de verme por la escuela.  Ahora que estoy frente a todos esos chicos me resultan extraños los deslices que provoca la mente. Tomé ese cuarto justo en el 2020 y sabía que los alumnos de ese curso eran los mismos que había tenido dos años antes en segundo.  Y sin embargo está vez me olvidé.  No puedo explicar las sensaciones que me produjo este encuentro, la alegría que tengo de verlos. Eran tan chicos hace dos años. En eso

8M: Ni una menos

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Nuestros miedos

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 "Si no tenemos los mismos miedos  Entonces no tenemos los mismos derechos" Sol_despeinada Vulnerable La primera vez que me metieron una mano tenía 11 años. Era de tarde y había ido al quiosco a comprar una cartulina para la escuela. Cuando volvía a casa un tipo en bicicleta subió a la vereda y empezó a seguirme. Yo quise apurar el paso pero caminaba arrinconada contra la pared mientras él me decía cosas que no recuerdo; y fue ahí nomás que me metió la mano.  En ese tiempo no sabía que eso podía pasarnos a las mujeres. Nadie me lo había explicado. Cuando llegué a la esquina y pude liberarme, creo que lo agarré del pelo y a los gritos lo bajé de la bici, pero no estoy segura si así fue o lo imaginé porque todo el recuerdo tiene un halo de pesadilla, como de irrealidad. Lo que me acababa de pasar estaba demasiado lejos de todo lo conocido, de las cartulinas, de la escuela y de todo lo que era cotidiano para mí.  Sé que corrí hasta mi casa llorando. Sé que le conté a mi mamá y s

De las cicatrices en el aula y de cómo regresamos

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Secuelas Hace unos días Juan aprendió a atarse los cordones, otra vez. Sí, otra vez. Ya había aprendido hace unos años. Hubo aplausos, videito y todo lo demás. Pero después vino la pandemia. Un año sin salir de casa, pantuflas y ojotas, y cuando volvió a salir al mundo, medio a los ponchazos, no hubo ni tiempo ni ganas de volver a aprender aquella práctica olvidada. Recién este verano pudimos practicar y recordar. Me sé una afortunada, una suertuda. Porque en esta realidad tan difícil para tantas personas pude tener un tiempo precioso para dedicarle a mi hijo y a sus cordones. Se necesita tiempo y cierta calma para recomponer algunas prácticas que se rompieron durante el desastre. Eso fue lo que pensé aquel año encerrada con Juan en casa. En medio de la pandemia  yo pude estar y acompañar a mi hijo en sus tareas escolares, en sus juegos, dibujando, leyendo. Muchos familias no tuvieron esa posibilidad y hoy en las aulas de las escuelas lo que se ve es la consecuencia de toda

Parte del arte

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"Ayúdame a mirar" había dicho el niño, en aquel cuento de Galeano, ante la inmensidad del mar. Esa frase me vino a la mente cuando entré con Juan a "Imagine", la muestra inmersiva de Van Gogh en la Rural. En cuanto atravesamos la entrada, la melodía de los violines nos envolvió y de pronto las imágenes  estallaron por todas partes. Un sacudón en todo el cuerpo, piel erizada. Ahí estaban los girasoles, aquí, allá, inmensos. Y también las ramas delgadas de los almendros con sus flores y por supuesto los lirios. Otro sacudón. Los ojos se humedecen. Todo es emoción. La música nos envuelve. Con Juan empezamos a caminar. Hay gente charlando, gente sentada, acostada. Nos sentamos por ahí y dejamos que los colores y las imágenes nos sorprendan. Ahora es de noche, por todas partes es de noche. Noche estrellada. Amo ese cuadro. Sé que no soy original, pero por qué debería serlo? La noche estrellada siempre me produjo una increíble fascinación. Mi vista se pierde ávida entre l

Nosotras, las dueñas de las tareas mentales

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Abrís los ojos y recordás que es domingo. Un bello domingo lleno de posibilidades. Planificás mentalmente todo lo que querés hacer: escribir un poco, avanzar con esa lectura que en la semana postergaste, terminar de ver la serie que habías empezado. De pronto una punzada justo en el centro del estómago y todos los pensamientos domingueros son barridos, espantados, arrasados por un listado de obligaciones que ahora ocupan todo tu pensamiento. Y como si tu mente fuese la gran pantalla de una computadora, el listado empieza a correr, a correr, a correr, y no para. Parece interminable. El cuidado de la casa, de la familia y de la mascota, por supuesto. Toda la información está allí.  Todavía no saliste de la cama y ya estás agotada. La carga mental La primera vez que escuché el nombre de ese cansancio sentí alivio, ese alivio que llega cuando algo por fin se empieza a entender. El problema seguía allí, por supuesto, pero ahora tenía nombre y tenía una causa, una razón. No era mi conducta o

San Valentín y el amor romántico

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Estoy conversando con mis colegas docentes. No sé cómo comento algo acerca de una amiga, que es como una tía para mi hijo. Una compañera me pregunta si mi amiga tiene hijos grandes.  "No, mi amiga no tiene hijos. Nono, tampoco está casada".  Mi compañera pone cara de decepción:  _ ¡Qué pena! _me dice, o algo parecido.  Le digo que no, que no hay pena, porque mi amiga es una persona muy feliz y la pasa muy bien así como está, solterísima. No hay forma, la cara de pésame no se va.  Es difícil creerlo, pero aún hoy, con todas las conquistas y con todo lo que aprendimos, ser una mujer adulta y estar soltera es motivo, al menos, de desconcierto. Ya le dediqué varios posteos a esta cuestión de cómo recuerdo que se percibía la soltería de la mujer cuando era chica, pero increíblemente aún hoy pesa un cuestionamiento sobre esas mujeres.  Yo misma, que me casé casi a los cuarenta, escuché varias veces la advertencia: "Mirá que se te va el tren". La advertencia es clara: apur

Regreso a la escuela

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Llega febrero. A partir del primero es y no es descanso. Todavía no nos toca volver pero no se habla de otra cosa. No son vacaciones, estamos en disponibilidad. Los grupos de watsap despiertan del letargo y entonces he aquí la pregunta. Esa pregunta. Siempre la misma. ¿Cuándo tenemos que volver? Los que tienen menos de veinte años este día y el resto este otro. Ahí aparece la otra pregunta, igual de inevitable: ¿Hay que cumplir horario? Las respuestas son variados: sí, según la escuela, no, no se debe cumplir horario. Cumplir horario. Si algún experto lingüista me explica cómo interpretar esa frase se lo agradeceré enormemente. "Cumplir horario" es una frase extraña: se pueden cumplir metas, proyectos, objetivos; se puede cumplir un cronograma de trabajo, se cumple con actividades pautadas; se podría cumplir un deseo y una función.   Cumplir con algo para obtener un beneficio, un resultado. Pero cumplir horario, es definitivamente extraño. Así arrancamos. Todos