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Pensar en ellos

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 _ ¿Y qué quiere? ¿Que no me defienda? Si ella me viene a pegar yo me voy a defender_ me explica. _ ¿Pero por qué  te vino a pegar? _pregunto. _ No sé, me dijo que hablé mal de ella. _ ¿Y vos habías hablado mal de ella?  Me mira y una leve sonrisa aparece en su rostro. _ No soy la única profe. No. No es la única. Conversaciones como esta se repiten una y otra vez. Casi todas tienen frases parecidas: "él empezó", ""me miró mal", "se metió con mi mamá", "me insultó", "miró a mi novio", "le pegó a mi hermana". Una palabra, una mirada, un rumor y de un momento  a otro se produce un conflicto. Últimamente así está el clima en la escuela. En las escuelas, porque mis colegas cuentan que en sus escuelas ocurren hechos similares. ¿Cómo se sigue? Lo pregunto con honestidad, a sabiendas de todas las críticas que llueven sobre los docentes cuando surgen hechos de violencia en las aulas. La sociedad, la misma que habitualmente desvalo

En la campana de vidrio

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"Yo soy un hombre o quiero ser un verdadero hombre y no quiero ser, jamás, una mosca aplastada bajo la campana de vidrio."                                                                                     Raúl González Tuñón Recorriendo mis notas, me doy cuenta de que hay una constante en casi todo lo que escribo, un cierto tema que atraviesa mi escritura, que va y vuelve, que gira para un lado y para el otro, que se va un rato pero siempre regresa. Desde hace un año y pico, exactamente desde el regreso gradual a la vida antes de la pandemia, mis textos abundan en quejas, en reclamos y en lamentos por lo que no es. Y también en deseos, claro, siempre deseos de que el mundo sea otro. Estoy harta. Y no soy la única. En las escuelas se siente y se respira un hartazgo infinito. Este hartazgo que viene de años de bronca y de cansancio. Hartazgo de que todo siga igual o peor que antes de la pandemia. Volvimos como si nada hubiera ocurrido; volvimos a escuelas deterioradas, sucias

Romper los muros

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A veces el mundo es tan patriarcal que duele caminar en él. Andar el mundo y tropezar a cada instante con enormes muros que nos cierran el paso. Muros que intentan marcar cuál es el límite de nuestras libertades. Hasta acá, nos dicen. Tontas nosotras que creemos (y queremos) manejar nuestros tiempos y construir nuestros espacios de acción. Tontas. Hasta acá. Tu tiempo es nuestro, nos dicen; tus espacios, los que te permitimos. De todas formas no se la hacemos fácil a nadie, y ahí estamos, intentando quedarnos con una parte de eso que nos pertenece. No es una novedad, seguro. Solo que a veces nos olvidamos, o quisiéramos olvidarnos, o necesitamos olvidarnos. Si olvidamos los muros que nos cierran el paso a veces podemos escapar.  Si olvidamos el límite trazado podemos  continuar andando. En ocasiones, ocurre que esos muros  estan allí desde tiempos tan antiguos, que ni siquiera las reconocemos, son parte del paisaje, de lo cotidiano. No los vemos. Pero están. En todas partes y todo el t

La escuela y los distintos, parte III. La imaginación.

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  Suena el timbre del recreo y Juli mira hacia las puerta de la biblioteca. Pronto llegan las voces de los chicos, los pasos en la escalera y los retos de la preceptora pidiendo que suban despacio. Unos segundos después entran. La biblioteca se mueve. Cuando una biblioteca escolar está viva, cuando hay trabajo, interés, deseo, siempre hay movimiento, siempre hay ruidos, voces, chicos que buscan libros, maestros organizando actividades. A veces pasa que la biblioteca es también refugio para los desobedientes, para los incomprendidos, para los marginados. A veces encuentran allí lo que necesitan: alguien que les pueda ofrecer una historia. Un cuento. Un par de palabras que los lleven por otros caminos.  Como pasó cuando Juli trabajaba en la primaria, y ese nene de ojos inmensos se escapaba del aula para estar con ella, con sus libros y sus aventuras. La maestra ya no sabía qué hacer, y entonces estuvo Juli, el acuerdo fue tácito y la biblioteca fue el lugar en el que Juli lo cobijó a él

Fuentealba

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Fue hace quince años. En Carcova.  Docentes, familias y estudiantes de la escuela veníamos muy golpeados: Años de lucha, saqueo, robos y tomas de los papás pidiendo una escuela en condiciones.  Después, el comienzo de una obra que parecía una burla hacia toda la comunidad y que finalmente  se transformó en el eje del dolor y del maltrato, cuando un albañil abusó de una nena. Con nuestros distintivos "Dejen que salga la verdad" resistimos a cuanto funcionario se nos enfrentó. No íbamos a volver hasta que la escuela estuviese en condiciones, hasta tener respuestas. Así llegó el traslado provisorio a una escuela en San Andrés. Pasamos un mes sin clases. Los papás estaban muy nerviosos, enojados, dolidos. Sentían la injusticia de una sociedad que los olvidaba día a día. En medio de todo, cuando faltaban unos días para retomar las clases, ocurrió algo que para nosotros fue una representación de todo lo que estábamos enfrentando: el asesinato de un maestro, Carlos Fuentealba. En re

Malvinas

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La guerra, la respuesta más extrema y despiadada a cualquier tipo de conflicto. La guerra, la única posibilidad cuando se trata de defender la vida ante la muerte que acecha. La guerra, accionar ante una fuerza que amenaza con destruir el mundo que queremos.  ¿Qué es una guerra? Difícil proponer una respuesta sin caer en lugares comunes, en clichés. Y sobre todo, sin ofender a quienes participaron en ella. Una, que ni siquiera sintió un temblor lejano, que nunca vivió la muerte tan cercana. Así que empiezo por las preguntas. ¿Qué es una guerra? ¿Qué se defiende en una guerra? ¿Por qué se lucha? ¿Cuáles son los intereses en juego? ¿Qué es la territorialidad? ¿Qué significa que una tierra nos pertenece? ¿Y que es la pertenencia entonces? ¿A quién le pertenece la tierra? ¿Qué afectos y emociones nos unían a ese suelo antes de que estallara la guerra de Malvinas? ¿Es lo mismo luchar para defender la tierra que habitamos, nuestra casa, la de nuestra gente, que levantarse en armas en un luga

La escuela y los distintos II (Sigo enojada)

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Recuerdos con tinte gris A los cinco años empecé a ir a terapia.  Bueno, está bien, voy a decirlo de manera menos glamorosa: tenía cinco años cuando las maestras de jardín "aconsejaron" a mis padres, en varias e insistentes oportunidades, enviarme a una psicóloga. Las razones las supongo. Yo no me integraba a las actividades, o no lo hacía cómo se esperaba. Algo así. También recuerdo las dificultades que tenía para relacionarme. Jugaba sola, en mi mundo. El otro, el de afuera, me resultaba hostil.  Y yo creo, a la distancia, que tenía toda la razón. En los retazos de recuerdos que guardo de aquellos años predomina un tinte gris, lleno de manchitas por todas partes. Si alguna vez la pasé bien no lo recuerdo. En mi memoria sólo quedaron sensaciones desagradables. Me acuerdo, por ejemplo, cuando tuve que usar un parche en el ojo para corregir una desviación y mis compañeritos decidieron apodarme "La vieja vizcacha".  Hermoso.  Y si de pronto había había algún aroma des

La escuela y los distintos (dolor y enojo)

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Esto pasó hace ya seis años. Cuando Juan estaba en jardín. Aquel mediodía lo fui a retirar como siempre pero esta vez la seño me encaró, necesitaba hablar conmigo. Durante la clase que dio la prácticante Juan no paró de moverse. Al parecer, mientras la maestra leía un cuento, Juan se metía abajo de las sillas, jugaba y no prestaba atención. Ese mediodía me enojé con él, lo reté y le dí lo que en ese momento era el peor castigo: no iba a ver a Zamba en Paka Paka. Llanto, mucho llanto. Mamá inflexible. Pero esa tarde, mientras jugaba en el comedor, Juan me empezó a contar el cuento que la seño había leído. Me lo contó todo, completito. Al otro día, cuando lo llevé al jardín, le pregunté a la maestra si lo que habían leído era El sastrecillo valiente. Sí, efectivamente. Contra toda lógica, Juan había prestado atención y además había entendido el cuento. A partir de ese momento supe que el paso de mi hijo por la educación formal iba a ser complicado. Así fue. Los dos primeros años de prima

Sobre fines y comienzos

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Fue un 19 de marzo. Como casi todos los días  de mi vida, levanté el teléfono para llamar a mi mamá. Pero esta vez la persona que me atendió fue una doctora, la doctora de la ambulancia que mi hermana había llamado. Mi mamá presentaba problemas respiratorios, me explicó la doctora, y la estaban por llevar a una clínica para internarla. Yo no podía ir, me dijo, porque en esos lugares hay muchos virus y puede afectar al embarazo. "Está tu hermana, quedate tranquila". Me quedé todo lo tranquila que pude. Por lo poco que hablé con mi hermana supe que no conseguían cama en ningún lado. Me senté en un sillón y teléfono en mano, discutí con todo el PAMI para conseguir una clínica para mi mamá.  No había. Es sabido que en San Martín si tenés obra social o sos jubilado, no hay clínicas donde parir ni clínicas donde morir. A Maquinista Sabio la mandaron a mi vieja. Y atrás se fue mi hermana, custodiándola. A los pocos días, el 22 de marzo, fui a mi control con el obstetra. Yo tenía fec

Vivir es un derecho

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El otro día estaba haciendo trámites y pasé por Tribunales. ahí estaban, montón de organizaciones, acompañado y apoyando la lucha de Higui. En la esquina la vi, charlando con otras mujeres. Me hubiese gustado acercarme, decirle algo pero no me animé. Horas después hablaba de todo esto con mi amiga. Hablábamos de cómo nos conmueve y nos moviliza su lucha. Porque la causa de Higui va más allá de lo personal.  Su causa, la nuestra, es contra el prejuicio y contra la discriminación. Entonces mi amiga me dice que aprendió mucho en los últimos años y que no siempre fue así. Mi amiga dice que hoy reconoce y lamenta todos los años de silencio y de complicidad. Porque hay que hacerse cargo del camino recorrido, dice mi amiga, y de lo que fuimos soltando para llegar hasta acá. Dice que lo lamenta. Yo también lo lamento. Lamento cuando me reí porque aquel periodista llamó "Roberto" a una actriz trans. Fue en aquel programa de varones cancherísimos que se burlaban de todo lo que no era h

Releyendo El amor en los tiempos del cólera

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Territorios Una vez, hace mucho tiempo, Florentino Ariza pintó sobre el vientre de la palomera una flecha hacia abajo y unas palabras: "Esta cuca es mía". Esa noche la mujer se desnudó frente a su marido y olvidó que había un mensaje escrito en su cuerpo. El marido no dijo nada pero fue al baño, en silencio tomó una navaja y degolló a su esposa. Volví a leer este capítulo hace pocos días, después de una de esas conversaciones que tengo con mi hermana. Volví a leer aquella escena impactante y sentí el escalofrío que ya había tenido antes, pero esta vez con alguna información que le ponía nombre al espanto: femicidio. "Esta cuca es mía" escribió Florentino y marcó su posesión, delimitó su territorio,  para que nadie osara confundirse. El cuerpo de aquella mujer que tantas veces se le había negado, que lo había rechazado una y otra vez, ahora era suyo. Hace tiempo que trato de entender qué significa para este sistema que nuestros cuerpos sean territorios a colonizar. E

Imprenteros y el regreso a casa

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Anoche volví a soñar con la casa de mi infancia. No es frecuente, pero algunas veces sueño con lugares que dejé de habitar. A veces soy chica y todos están vivos, y a veces soy adulta, y regreso con nostalgia. En el sueño de anoche era quién soy hoy, se acercaba el cumpleaños de mi hijo y no sé por qué razón había decidido hacerlo en aquel pequeño patio de la casa de mi infancia. Los sueños son tan raros. Por un lado todo era muy natural, como si viviera allí; por otro lado aparecían las marcas de la nostalgia: "Acá había un jazmín del aire" recordaba, y pensaba qué bueno sería volver a plantar uno. De pronto el recuerdo de los aromas y los sabores de la infancia regresan a poblar la mente de deseos infantiles y uno se siente puerilmente felíz. Es raro recuperar hoy este recuerdo, porque el patio nunca fue un espacio importante para mi familia. Alguna vez se festejó allí un cumpleaños, y eso fue todo. Con mi hermana solíamos jugar por toda la casa, incluso en el patiecit

Reencuentro

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Entro al aula de cuarto año y saludo. Ahí están, esperando sentados. "¿Cómo les va?" pregunto, "mi nombre es Claudia y soy la profesora de literatura" les digo.  Levanto la lista y empiezo a nombrarlos, uno por uno, y entonces me doy cuenta de que reconozco esos nombres, aunque sus rostros no me resultan familiares. De golpe caigo en la cuenta de que todos ellos fueron mis alumnos durante el 2020, el año de la cuarentena larga. Cuando se los comento me dicen que sí, claro, son ellos, dos años más grandes. Les pregunto si me conocían y dicen que sí, de verme por la escuela.  Ahora que estoy frente a todos esos chicos me resultan extraños los deslices que provoca la mente. Tomé ese cuarto justo en el 2020 y sabía que los alumnos de ese curso eran los mismos que había tenido dos años antes en segundo.  Y sin embargo está vez me olvidé.  No puedo explicar las sensaciones que me produjo este encuentro, la alegría que tengo de verlos. Eran tan chicos hace dos años. En eso

8M: Ni una menos

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Nuestros miedos

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 "Si no tenemos los mismos miedos  Entonces no tenemos los mismos derechos" Sol_despeinada Vulnerable La primera vez que me metieron una mano tenía 11 años. Era de tarde y había ido al quiosco a comprar una cartulina para la escuela. Cuando volvía a casa un tipo en bicicleta subió a la vereda y empezó a seguirme. Yo quise apurar el paso pero caminaba arrinconada contra la pared mientras él me decía cosas que no recuerdo; y fue ahí nomás que me metió la mano.  En ese tiempo no sabía que eso podía pasarnos a las mujeres. Nadie me lo había explicado. Cuando llegué a la esquina y pude liberarme, creo que lo agarré del pelo y a los gritos lo bajé de la bici, pero no estoy segura si así fue o lo imaginé porque todo el recuerdo tiene un halo de pesadilla, como de irrealidad. Lo que me acababa de pasar estaba demasiado lejos de todo lo conocido, de las cartulinas, de la escuela y de todo lo que era cotidiano para mí.  Sé que corrí hasta mi casa llorando. Sé que le conté a mi mamá y s

De las cicatrices en el aula y de cómo regresamos

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Secuelas Hace unos días Juan aprendió a atarse los cordones, otra vez. Sí, otra vez. Ya había aprendido hace unos años. Hubo aplausos, videito y todo lo demás. Pero después vino la pandemia. Un año sin salir de casa, pantuflas y ojotas, y cuando volvió a salir al mundo, medio a los ponchazos, no hubo ni tiempo ni ganas de volver a aprender aquella práctica olvidada. Recién este verano pudimos practicar y recordar. Me sé una afortunada, una suertuda. Porque en esta realidad tan difícil para tantas personas pude tener un tiempo precioso para dedicarle a mi hijo y a sus cordones. Se necesita tiempo y cierta calma para recomponer algunas prácticas que se rompieron durante el desastre. Eso fue lo que pensé aquel año encerrada con Juan en casa. En medio de la pandemia  yo pude estar y acompañar a mi hijo en sus tareas escolares, en sus juegos, dibujando, leyendo. Muchos familias no tuvieron esa posibilidad y hoy en las aulas de las escuelas lo que se ve es la consecuencia de toda