Dulces


Cuando mi mamá era chiquita vivía en el campo, allá en Rivera. Rivera, les cuento, fue una de esas colonias judías que proliferaron a principios del siglo XX, en las que muchas familias inmigrantes encontraron un lugar para vivir y criar a sus familias.

Y mis abuelos, recién llegados de Europa, aprendieron a vivir de lo que les daba la tierra.

La vida en el campo era dura, muy dura. Especialmente para aquellas gentes sin conocimientos ni habilidades para vivir allí.

Pero aprendieron,  y criaron a  sus hijos e hijas.

Me contaba mi mamá que la vida de entonces era muy sencilla. Sin grandes regalos ni ropas de marca. 

Mi mamá jugaba mucho, jugaba con mi tío Simón, su hermano. Jugaban en el campo, andaban a caballo, le daban de comer a las gallinas, arreaban a las vacas. 

Me contó mi mamá que mi bobe Clara, la mamá de mi mamá, cocinaba muy rico, que en su cocina solía haber estantes repletos de mermeladas de muchas variedades. 

Porque mi bobe, decía mi mamá, era una experta en la creación de dulces.

Seguramente ella también heredó ese don, porque en alguna época también supo disfrutar de esa habilidad y nos regaló dulces de muchos y sabrosos sabores. Dulces de naranja y de manzana, dulces de frutilla, dulces de durazno.

Dulces.

Así que ahora aquí estoy yo, puesta en esta situación de reclusión y de búsquedas.

Descubriendo...

Y sí, yo también estoy aprendiendo a endulzar mi cocina.

Sabores, texturas y colores...

Herencias de nuestras ancestras...

Así lo cuenta María Elena Walsh en su 

"Retrato de señora que hace dulces":

Hago esto en memoria tuya.

Cuando llega el otoño pelo fruta

y rodeada de pellejos

vierto en heredado recipiente

pulpas filosofales

algún carozo que lo sabe todo

y progreso del agua y el azúcar.

La casa o vientre se llena de aroma

y aunque es fruta itinerante

y no de huerta propia

bastante bien parodia

aquella alquimia

cuyo secreto nunca me enseñaste,

madre guardadora.

Fabrico por antojo

dulzuras que obligada cometiste,

transmuto para no interrumpir

el linaje de los frascos

empezado hace tantas abuelas.

Obro por reverencia y no deber,

para que mueras menos

y sientas, pobre ausente,

que hago un reino de tu servidumbre.

Consagro con ademanes

de hechicera venida a menos

el fuego, el mismo fuego

que encendió Eva tras el Paraíso

y que cruzando el valle

sube hoy por astutas cañerías

como lágrimas a los ojos.

El almíbar me enseñó paciencia

y sacrosanta cuchara de madera

a ordenar olas subterráneas

para que tomen punto

sin prisas y con pausa

de palabras en la poesía.

Si no repito gestos

de autora de alimento

para gozo de alguna criatura,

si no copio de manos maternales

ritos de mis antepasadas,

si toda magia compro hecha

y ya no me entretengo

en mandar de lo crudo a lo cocido,

si no pruebo y reparto,

pereceré.

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