Cuidar

A los 48 años me enfermé de varicela. Durante quince días tuve que quedarme en la cama tranquila. Suspendí todos los planes,  las actividades y me resigné. Era principio de noviembre, empezaba el calor y mientras recibía una enorme cantidad de llamadas compasivas y solidarias, descubrí, sorprendida, que estaba disfrutando de un descanso como hacía mucho no tenía.

Ventilador, pila de libros, computadora. Me pasé los días leyendo, mirando series, hablando por teléfono, y claro, durmiendo y comiendo. Pero hubo algo más, algo que fue novedoso para mí, y es que durante quince días no me ocupé de nadie más que de mí misma. Es más, durante quince días fui yo quién recibió atención y cuidados.

¿Cuánto hacía que no me apartaba de la tarea de cuidar?
¿Cuánto hacía que no me sentía simplemente cuidada?

Con absoluta sinceridad, yo creo que fue hace tanto, tanto tiempo.
En la infancia quizás.
Y no estoy segura.

_____________

De chica me gustaba jugar. 
A veces jugaba a que era una científica muy seria e inteligente. En un estante de la biblioteca había armado mi laboratorio con algunas chucherías: un pedacito de vidrio, una cajita plástica, unos frasquitos y una pinza vieja.

También jugaba con mi hermana a las secretarias. Me sentaba y movía los dedos como si escribiera a máquina, en tanto me llevaba a los labios una fibra sylvapen naranja que simulaba ser un cigarrillo. En nuestro juego las dos teníamos novio y éramos muy independientes. Creo que admirábamos mucho a "Helena", el personaje de una hisorieta de la revista Intervalo que nos fascinaba. Un día mi mamá nos vio y no le gustó nada. Sin mucha explicación nos prohibió jugar a las secretarias. Andá a saber qué se le cruzó por la cabeza.

Y por supuesto, como muchas otras niñas, jugábamos mucho a la mamá. Jugaba a dar de comer, a bañar, a peinar y a abrazar a mis muñecas.
Jugaba a cuidar.
Tenía como veinte muñecas, no exagero, juntaba las que otras nenas tiraban, las rotas. Sentía que, sin importar cómo estuvieran, me necesitaban.
Un día a mi hermana le contaron acerca de cómo nacen los bebés, los nueve meses de gestación y todo eso y con toda esa información vino y me explicó que definitivamente yo no podía ser una mamá de veinte años (para nosotras la vida tenía sentido solo hasta esa edad) y tener veinte hijos. Era imposible.
Como no quería ser una mamá "vieja", lloré, me enojé con ella. Creo que finalmente los adopté a todos y seguí jugando.

Crecí.

El tema del cuidado siempre estuvo presente.
Para algunas amigas que pasaban momentos difíciles me convertí en una persona amorosamente sobreprotectora.

Cuando terminé el secundario, literalmente, sentí que el mundo se abría ante mí como un gran precipicio al que sí o sí debía saltar para entrar al mundo adulto, como un gran acto de fé.

Y salté.

Salté y tuve varios golpes y alguna fractura, pero sobreviví.

Cuando empecé a trabajar, el mundo laboral fue tan hostil, explotador y aplastante que mis recuerdos no son demasiado felices.
Tenía dieciocho, veinte años, y trabajar se iba convirtiendo cada vez más en una necesidad y no ya en una elección.

Al principio se trataba solo de colaborar con algunos gastos, pero los agujeros económicos fueron aumentando la presión.
De aquellos años recuerdo pocas veces en las que mi sueldo me haya dado alguna gratificación material. Lo que ganaba se iba como llegaba.

Con el tiempo, casi sin darme cuenta, cuidar se hizo algo cotidiano.
Por un lado mi mamá con una discapacidad que cada vez era más notoria, por otro lado mi papá que era mucho más frágil de lo que parecía.
Mi viejo no se dejaba cuidar mucho, pero para mi mamá era tan natural que mi hermana y yo estuviéramos ahí, cuidándola, que de a poco fue ocupando gran parte de nuestro tiempo y dedicación.

Cuidar, siempre.

La vida me llevó para un lado y para otro. En el amor me equivoqué unas cuantas veces, cuidé amorosanente y sin embargo fui notablemente descuidada.

Ya lejos de los juegos de infancia, finalmente no fui una madre joven, sino todo lo contrario. Quedé embarazada a los cuarenta años, y no tuve veinte hijos sino solo uno.

Por esos días, cuando nació mi hijo, mi mamá se iba del mundo. Sentí que la vida me hacía una broma cruel, solté el mango de la silla de ruedas y en su lugar comencé a sostener el de un cochecito.

Y seguí cuidando.

Con amor, con preocupación, con obsesión, con ternura, con cansancio y con obstinación.
Sigo cuidando.
Soy madre y esposa y se supone que velo por la salud y la integridad de mi familia.
Y cómo si fuera poco, soy docente, y claro, cuido a mis alumnos.

No sé en qué momento me recibí de cuidadora oficial, pero al parecer debería sentirme orgullosa, y no tan cansada como lo estoy a veces.

__________________

Cuanto más cansancio más amor. Eso dicen los mensajes edulcorados.
Pero yo sé que no es así, el cansancio no tiene nada que ver con el amor.

Y no se trata de dejar de cuidar y mucho menos, de dejar de amar.

Quisiera amar sin sentirme agotada.
Quisiera enseñarle a mí hijo que para amar deberíamos sentirnos bien.

Hace algún tiempo yo creía que era algo que me pasaba a mí, algo que tenía que ver con mi personalidad, algo que simplemente me ocurría porque yo era así.
Fue hace poco que empecé a entender la cantidad de mandatos que, como mujer, me formatearon para ser como soy.
El problema es que los tengo tan incorporados, que aún cuando reconozco la trampa, no puedo evitar caer en ella.

A veces me cuesta hablar de todo esto con otras mujeres que andan por los mismos caminos, porque entonces me suelo enfrentar a la mirada compasiva, intolerante o dramática de la otra.

Cuestionamos al patriarcado, al sistema que nos condiciona, hablamos de las mujeres sometidas, denunciamos el trabajo invisible y la carga mental de las mujeres, pero a veces nos cuesta empatizar con las demás.

Fuimos educadas para no hablar de estas cosas, con nadie.
Para no decir, para no quejarnos.

Tenemos que romper ese silencio, en mil pedazos.

Para contarnos lo que nos pasa.
Para cuidarnos, que tanto lo necesitamos.

Romper, romper, romper.
Romper estructuras para ser libres, para poder elegir.
Y eso es lo más difícil.



Si te gustó por favor compartilo.
Si querés saber cuándo subo una publicación nueva seguime en Instagram: @clauszel 




Comentarios

  1. Es verdad. Me siento tan identificada.

    ResponderBorrar
  2. Cuando mis hijos llegaron a la edad que por las mañanas no debía despertarlos,vestirlos,apurarlos...cuando por las mañana solo tengo que despertarme, vestirme,hacerme un mate,si quiero.Cuando las mañanas sin silenciosas y el diálogo puede ser solo conmigo....la felicidad se hizo empírica y no solo palabra....sentí culpa,pero poquito jajaja

    ResponderBorrar
  3. Tuviste tu propia cuarentena antes que todes nosotres! Otra vez un virus poniéndote en la situación de pensar tus condiciones de existencia. Me pregunto cuándo sentimos más la presión de las tareas de reproducción, si durante el encierro del 2020 o ahora con la doble jornada laboral fuera de y en casa? Qué difícil...! Hay luchas que, con sus avances y retrocesos duran más que una vida.

    ResponderBorrar
    Respuestas
    1. Muy bueno! Sí, creemos ser libres cuando corremos de un lado al otro para cumplir con todo. A veces el encierro permite más libertad. Para pensar.

      Borrar
  4. En tu carrera docente , también cuidas . A tus colegas, sus derechos laborales, nos representas con tu aguerrida manera de hacerte oír . Yo agradezco tu cuidado , y también, te cuido , nos cuidamos.

    ResponderBorrar
  5. Gracias Clau! Todo lo que compartis, me parece genial!!

    ResponderBorrar
  6. De más está decir que en muchas partes me siento identificada y es tan importante poder mostrar la contracara. Justamente para no sentir que somos las únicas que sentimos así. Contarnos "malas madres" es tejer una amorosa red de contención.

    ResponderBorrar
    Respuestas
    1. Claro, salir del aislamiento en el que estuvimos siempre y entender que lo que nos pasa es colectivo.

      Borrar

Publicar un comentario

DEJAME TU COMENTARIO!😌

Entradas más populares de este blog

Una soledad propia

Como sapo de otro pozo

Yo, docente

Cien años de amor

Los lápices ayer y hoy

Araceli

Hasta siempre Rafa. La voz y el alma.

El vulgar irreverente

Final

Pedacitos de poesía