Tic tac, la marquita en el tronco.


Para ser sincera, nunca me obsesionaron demasiado las arrugas. Quizás sí otras cuestiones, algunas imperfecciones en mi piel, por ejemplo.

Pero no las arrugas.

Cada vez que veía a otras mujeres preocupadas, hablando de cremas, recomendando tratamientos, sentía que era un alivio que para mí ese no fuera un problema. Pensaba que, en definitiva, esas arrugas solo eran pequeñas huellas que nuestras expresiones dejan en la piel, nada más. Huellas en el mar.

Las patas de gallo, por ejemplo, son parte de mí y de mi personalidad desde muy joven. Me río un poco y ahí nomás aparecen alrededor de mis ojos.

Sin embargo en los últimos tiempos, no puedo precisar cuando, las sensaciones cambiaron. Mucho.

Mi cuerpo, mi piel. 

Cambian.

Me miró al espejo, claro que me miro, y ahí están. Los veo. Pequeños pliegues que trazan surcos, caminos inventados sobre mi piel.

Lo peor de todo son esas arruguitas alrededor de la boca. Son odiosas. 

Porque son marcas del tiempo.

Tic toc.

Pum pum.

Pasa otro año.

Las arrugas llegan, y se quedan.

Y es agotador, y bastante improductivo, tratar de contener el avance de algo tan contundente como el paso del tiempo, así que con resignación las dejo ser.

El problema no es la apariencia sino lo que significan.

¿Cuándo crecí tanto? ¿Cuándo empecé a envejecer? 

Sí sí, ya sé que no soy la única y que hay quienes transitan desde hace más tiempo estas sensaciones.

Pero bueno, acá estoy, con mi medio siglo y un poquito más. Sintiendo todas las señales que aparecen.

Todas.

Hace un año que se fue Rafaella y hace poco Olivia. Retazos de pasado. Iconos de mi infancia. Y yo me pregunto en qué momento pasó todo ese tiempo, cómo no lo vi pasar?

Supongo que la menopausia, haber pasado los cincuenta y sin dudas lo que significó el encierro me arrojaron este golpe de realidad.

Porque es un golpe. Seguro. 

Es un golpe porque, y acá supongo que está el problema, lo sabía pero no lo esperaba.

Porque ¿saben? La verdad es que a pesar de toda la evidencia, no me siento ni un poquito vieja.

Es verdad eh. Si no lo dice mi cuerpo, al que a veces me niego a escuchar, no me doy cuenta.

Créanlo o no, y digan lo que quieran, sigo siendo una niña a veces, o una joven, ahí, en la oscuridad de mis emociones.

Sigo siendo una niña que juega a ser adulta. A veces pienso eso de mí y de todos los pares que me rodean.

Estamos jugando.

Estamos fingiendo.

Tenemos hijos, familia, tenemos profesiones, ocupaciones importantes. Hablamos de temas profundos. 

Pero todo eso es apariencia. Seguimos siendo nosotros.

Los que nos enamorábamos, los que escuchábamos música al mango, los que reíamos entre amigos y cervezas.

Porque nada de eso cambió. 

O sí, pero no.

Por supuesto que aprendimos, que recalculamos, que reflexionamos. Claro.

Pero lo que me duele y lo que me hace reír, es casi lo mismo que antes.

Nos emocionamos y nos sorprendemos, y nos asustamos como lo hicimos siempre.

Ya lo escribí en algún otro posteo, es como si esta generación, la que habito, se hubiese negado a portar el traje de adulto.

Quiero decir, la ropa que usaban mis padres, era, literalmente, ropa de adultos. 

Pero algo cambió.

No sé si es bueno o malo.

Cuando era chica pensaba que en el mundo adulto todo eran certezas. 

Ni mi mamá ni mi papá hubiesen salido separados, cada uno con sus amigos. Los encuentros eran siempre entre parejas. Ellos eran un bloque.

Las conversaciones de adultos que a veces espiaba eran serias, generales, impersonales.

Ellos eran grandes y nosotros no, y creo que era importante establecer esa diferencia, esa distancia.

Eso es lo que percibía yo en mis padres y en los otros adultos aunque no sé qué percibe mi hijo y los otros niños en nosotros.

Pero sé que algo cambió desde entonces. En nosotros y también en ellos. 

Nosotros, los de entonces, somos los mismos.

Y es jodido eso. Porque definitivamente el cuerpo no es el mismo, no?

A veces pienso si no sería mejor resignarnos. Ya está, sos vieja. No jodas.

O ser como esa gente que anda por la vida sin preguntas. 

Esa gente, le tendrá miedo al paso del tiempo?

Le tendrá miedo a la muerte?

En realidad, lo que más me cuesta no es pensar la muerte en sí misma. Dejar de ser, de sentir. 

Lo que de verdad me cuesta es pensar en el olvido, en dejar de ser para los demás. Desaparecer de la memoria.

A veces recuerdo a gente querida que ya no está. Recuerdo sus nombres, las pequeñas historias que nos unieron. Y pensarlos es una forma de rescatarlos. Por ahora, mientras viva.

Yo sé que no son temas de los que nos guste hablar, o leer, o escuchar. Pero ahí están, dando vueltas. No sé cuántos lectores terminarán este posteo. A los que pudieron hacerlo, gracias.

Créanme que no escribo desde la angustia ni desde la tristeza. Solo puse los pedazos de vida sobre la mesa y los miré, con amor y dedicación.

Toda esta vida es mía.

Seguiré tratando de ganarle al olvido. Siempre, para que todo esto tenga sentido.

Crear. Quizás sólo sea una demostración del gran egocentrismo de la humanidad.

Quizás, por eso, esta obsesión de dejar una marquita en el tronco. Una marquita y una inscripción que diga: "Por aquí pasó Claudia, y tuvo una vida intensa, interesante; y muchas veces fue feliz".





Comentarios

  1. Por mi vida pasa claudia,pasa y va dejando enseñansas,momentos de todos los colores y sonidos ,esos que aportan a mi identidad y que alimentan mi ser

    ResponderBorrar

Publicar un comentario

DEJAME TU COMENTARIO!😌

Entradas más populares de este blog

Una soledad propia

Como sapo de otro pozo

Yo, docente

Cien años de amor

Los lápices ayer y hoy

Araceli

Hasta siempre Rafa. La voz y el alma.

El vulgar irreverente

Final

Pedacitos de poesía