Mi viejo y el patriarcado

"El patriarcado nos lastima a todos, tanto a hombres como a mujeres", dicen algunas voces conciliadoras.

"El patriarcado lastima especialmente a las mujeres, ya que cercena sus derechos, sus posibilidades y otorga privilegios al varón", dicen otras voces más radicales.

Y en medio de todo el debate, ahí estoy yo, pensando en un varón. En estos días estuve pensando mucho en mi papá.

Ahora que puedo entender algunas cuestiones que antes no veía pienso en mi papá y en todo el daño que el patriarcado le hizo.

Hijo de inmigrantes rusos, mi papá creció condicionado por una cantidad de mandatos y deberes de los que nunca se pudo desprender y que signaron una y otra vez cada paso de su vida.

Era bastante reservado mi viejo. Le costaba hablar de él, de su historia, de sus miedos y angustias, de lo que no pudo ser, de sus sueños.

Por eso quizás, cuando de vez en cuando hablaba, con mi hermana escuchábamos con atención. Supimos así de su infancia y de su juventud en un hogar humilde y austero. Supimos cómo le jodía no tener un mango para invitar a una chica a tomar algo. Supimos de los complejos y de los traumas.

De mi papá, como buen hijo varón, se esperaba todo: se esperaba éxito, felicidad, dinero y una familia.

Y mi papá, como un buen hijo varón, trató de cumplir con todas y cada una de las expectativas. Así que el buen varón estudió lo que le mandaron a estudiar, y casi logra cumplir la meta, pero la físico química no le gustaba, no habia caso, y en cuanto pudo dejó la carrera antes de terminar y cerró ese capítulo para siempre.

Mi papá era extremadamente sensible, amaba el arte, la literatura, la música; se emocionaba con el cine; creía en un mundo nuevo. Seguramente hubiese sido un buen profesor de historia, si hubiese podido soñar, si le hubiesen enseñado a soñarse. Pero eso no le estaba permitido.

Entonces sí, hizo todo lo demás que se esperaba de él: trabajó, se casó, tuvo a sus hijas, ganó algo de plata. Y trató, trató, trató siempre de atrapar la felicidad, una felicidad que se alejaba cada vez más, en cada uno de los mandatos que la vida, la familia, la sociedad le imponía. El auto, la casa, el viaje. 

Supongo que todo eso fue lo que, de a poco, lo fue llenando de rencores y enojos y de violencia y de ira.

Era el hombre y debía mantener a su familia, asegurar el bienestar de todos. Su madre, su esposa, sus hijas, todas dependían de sus decisiones y certezas. Y él, con el tiempo lo descubrimos, tenía muchos más miedos que certezas.

Mi papá era una bomba de tiempo siempre a punto de estallar.

Mi papá tenía dolores.

Y cuando no pudo cumplir más con los mandatos, cuando no pudo construir para sí y para los demás esa imagen de fortaleza y poder, sólo quedaron los dolores.

Para un varón de esta sociedad, enseñado en la cultura machista, cuya valorización absoluta reside en la capacidad de triunfar y de mantener por sí mismo a su familia, el fracaso en lo económico significa un rotundo fracaso en lo personal.

Así lo vivió mi viejo, cuando ya no pudo más, cuando no pudo sostenerse más. Se volvió más sedentario, más introvertido, más triste y más agresivo.

Nunca pudo pedir ayuda, nunca supo cómo hacerlo. No fue enseñado para eso.

Mi papá no fue feliz, o al menos no fue todo lo feliz que podría haber sido.

Mi papá, hoy lo puedo entender así, fue un hijo víctima del patriarcado.



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