El tiempo y la palabra

 Un día como cualquier otro.

Las voces de la radio me acompañan mientras pico morrón sobre la tabla. Después arrojo los trozos en la sartén, junto con el verdeo y mientras muevo la espátula, veo cómo el rojo y el verde se entremezclan y cómo van cambiando de consistencia y de tonalidad.

Me gusta cocinar.
Descubrimiento de pandemia.

Levanto la vista y miro por la ventana. Es un día precioso, uno de esos días perfectos que trae el comienzo del otoño: soleado, cálido y fresco.
Todos en casa estamos ocupados, cada uno en su actividad. De a ratos nos cruzamos, nos miramos, nos comentamos algo, nos sonreímos. Y después cada uno sigue en lo suyo.

Nada más.
Es todo y es suficiente.
Porque en este preciso momento tengo la absoluta certeza de que este es un instante feliz.

Un momento simple, efímero, leve.

Felicidad.

En general así suele ser para mí la felicidad. Un mate, una charla, una comida rica, un buen libro o una buena peli, un abrazo, risas cómplices.

No me atrevería a extender mi descripción al resto de las personas. Supongo que cada quién tendrá su propio paraíso imaginario.

Me cuenta Juan, por ejemplo, que siempre se acuerda de una noche, una noche cualquiera de hace un par de años. Estaba recien bañado y cenamos fideos de colores. Se acuerda que tenía puesto un pijama muy calentito, que las sábanas estaban recién cambiadas. Cuando lo llevé a la cama, que afuera se sentía muy fuerte el ruido de la tormenta, pero adentro estaba tibiecito. Dice Juan que le leí un cuento mientras se quedaba dormido.
"Fue una noche perfecta" me explica "Estaba todo, no faltaba nada".

Fue su momento de felicidad, su instante.

Según creo, no significa que el resto del tiempo no seamos felices.
No es eso.
Se trata de esos momentos en los que somos conscientes de estar viviendo un instante feliz.
Un instante en el que la felicidad se nos revela.

Saber.
Entender.
Retener.
Atrapar.

Yo creo que por eso escribo.
Por eso lo cuento.
Para que perdure.

Escribo para que no desaparezca.
Escribo y lo conservo.
Escribo y lo atesoro.

Sino gana el olvido.
Crecemos, vivimos y entonces de nuestro paso por la vida apenas si recordamos un puñado de historias, una decena de anécdotas.
Recordamos algo y olvidamos mucho.

Pero si escribo lo conservo.

Escribo y le hago trampa al tiempo.

Eso hacemos.
Ponemos palabras en el lugar de los recuerdos y entonces las historias se quedan, permanecen ocultas entre páginas viejas o en algún archivo de Internet, hasta que un día las leemos y recordamos, y volvemos a sentir.

Algo parecido nos pasa con la música.
De pronto una melodía de otro tiempo nos lleva a un lugar en dónde  fuimos felices.
Aromas, sabores, incentivos emocionales que  nos devuelven parte del equipaje perdido.

Pero la palabra es única.
La palabra es, en ocasiones, la foto o la película de nuestras emociones pasadas.

Quién era?
Qué me pasó?
Qué creía?

Así me deleito cada tanto tiempo, cuando un día cualquiera de pronto me encuentro con mi diario de infancia. Se trata de un montón de cuadernos, todos diferentes, en los que escribí entre los 10 y los 12 años casi todos los días.
Reerlo es maravilloso.

Allí una niña me cuenta sus historias, día tras día.
Momentos olvidados, quizás por intrascendentes o por cotidianos, quizás por temor o por cobardía.

Son pequeños recuerdos, epifanías, simples decepciones o grandes descubrimientos y algunas decisiones que quizás dieron lugar a cambios importantes.

Esas historias están llenas de personas de mi vida, personas que conservo y personas que perdí.

Pero están ahí y las atesoro.

Porque mientras leo, todo está sucediendo en ese presente de escritura milagrosa.
Una nena escribe y cuenta en presente.

"Querido diario" dice "hoy en la escuela..."
Dice "hoy" y ese hoy es ayer para mí, pero siempre será hoy para esa niña que vive en esas páginas.

En ese presente soy esa niña.
Esa niña que me habla de mí, de quién soy ahora, que me cuenta de un camino, de un viaje.

Por eso escribimos.
Simplemente.

Escribimos para que el tiempo no muera, para eternizar.

Le hago trampa al tiempo y me encuentro.
Y me quedo.

La palabra me cobija.


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