Las manos de mi mamá

Juan duerme la siesta y yo aprovecho para leer, pensar, pavear.

A veces también duermo.

Amo dormir la siesta.

Hace muchos años en mi casa existía el hábito de dormir siesta.

Todas las tardes.

Era un momento raro del día.

La casa de pronto se quedaba completamente silenciosa. No había tele, ni voces, ni una conversación.

Yo era una nena de unos de unos seis o siete años y tengo que reconocerlo, por entonces la siesta no me gustaba para nada.

Mientras mis papás dormían, con Grachu nos quedábamos jugando en la pieza, con la puerta cerrada. 

Hasta la casa parecía dormida, y era entonces cuando nuestras fabulosas historias crecían entre muñecos, cajas de zapatos que para nosotras eran carretas y los pobres libros de mi papá que se transformaban en las paredes de alguna casita.

Después, ellos se levantaban y volvían los ruidos, las voces. Era como si la vida volviiese a ocupar cada espacio, cada rincón.

Aquella tarde mi papá no durmió la siesta, ni me acuerdo dónde estaría. Grachu tampoco andaba por ahí.

Aquella tarde mi mamá y yo conversábamos acostadas en su cama.

Ahora que lo pienso, creo que la que conversaba sin parar era yo, qué raro. Mi mamá, pobre, lo único que debía querer era dormir.

Pero ahí estaba su hija, sin deseos de dormir y con ganas de jugar.

No sé si se le ocurrió de golpe. No sé si lo pensó como un recurso posible.

Supongo que se habrá resignado y, ya que no podía dormir, al menos iba a cerrar los ojos un rato, para descansar la vista.

Entonces, así, con los ojos bien cerrados, levantó un brazo. Después el otro.

Los brazos se movían, se entrelazaban. 

Las manos, en los brazos, también se movían, para un lado, para el otro.

Las manos se tocaban, jugaban entre ellas, se acariciaban.

Las manos de mi mamá se decían cosas en un idioma de manos que sólo las manos son capaces de entender.

Yo que miraba el espéctaculo de manos convertidas en títeres de carne y hueso.

Me acuerdo, sí, me acuerdo claramente de mi risa.

Las manos seguían hablando, contando cosas de manos y yo empecé a reirme a carcajadas.

De a ratos miraba la cara de mi mamá que seguía imperturbable, con los ojos cerrados. Parecía dormida. Sólo un leve, casi imperceptible gesto en la comisura de los labios confirmaba que ella también se divertía.

Después, la verdad no me acuerdo cómo siguió.

Los recuerdos son así, veloces como flashes, pero carentes de linealidad.

Ahí están, de pronto vienen, como de la nada.

Se despiertan y aparecen. 

De golpe, sin aviso.

Los recuerdos llegan y a veces te devuelven lindos momentos.

Una tarde de siesta, por ejemplo.




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