Lo que todos merecemos

Hace un par de semanas, poco antes de terminar las vacaciones de invierno (perdón, receso escolar) empecé con un cuadro de alergia muy fuerte, que todavía me dura un poco.

Brazos, piernas y torso, repletos de un sarpullido continuo y molesto.

Me angustié, me preocupé, me enojé.

Después fui a la dermatóloga y me dio una dieta super estricta, un jabón especial y de a poco la piel empezó a mejorar.

Cuando pasó el temor, empecé a pensar, más allá de la explicación médica, cuál era la razón más profunda por la que me broté.

Porque sí, yo me broté literalmente y también metafóricamente.

La respuesta llegó rápida, estaba ahí, a la vista: no quería volver a la escuela.

No quería volver y entonces me broté. Así fue.

Yo sabía que no quería volver. Lo sabía por la sensación de angustia, lo sabía porque me invadía una especie de desolación. Pero no lo quería poner en palabras.

Sabía, también, que lo que me pasaba no tenía que ver con pereza, ni con desinterés ¿Por qué no quería volver a mi trabajo? Y es que, pensando mucho, en estos últimos tiempos la escuela se volvió para mí un ámbito hostil, un espacio cada vez más ajeno, cada vez más lejano.

Antes no era así. Nunca fue así.

La escuela siempre fue, para mí, mucho más que un trabajo. La escuela es mi espacio de pertenencia, mi militancia diaria. 

En la escuela enseño, trasmito, comparto ese universo que me apasiona desde toda la vida, como nada en el mundo: la literatura. 

En la escuela tomo contacto con la realidad de los chicos, esa realidad que muchos queremos cambiar.

En la escuela aprendo de los chicos. 

En la escuela derribo las individualidades y me propongo el trabajo en equipo. 

En la escuela intento compartir con mis alumnos las herramientas para cambiar el mundo.

Sin embargo, últimamente, todo resulta más difícil. La relación con los chicos es complicada. El trato con las autoridades, en muchos casos, también.

Los docentes nos sentimos solos en el aula.

Nos sentimos solos en los pasillos.

Nos sentimos solos frente a las historias de soledad, de dolor, de abandono.

Está ahí, nos acecha.

Hay una violencia latente, que está en todas partes. Esa violencia que no usa puños ni patadas. Es una violencia sutil, incorporea, que empieza a anidar en los vinculos, en las historias de vida, en las calles. Y que de a ratos toma forma y estalla transformada en muerte, en sangre.

Es una violencia que circula por todas partes y que también, claro, atraviesa a la escuela.

Y como la violencia produce miedo, nos encerramos, nos aislamos, nos protegemos. Del otro.

Cada vez más separados, cada vez más lejos unos de otros.

Hoy en mi sexto hablamos de todo eso. Hablamos de la violencia, de cómo nos atraviesa, de cómo nos condiciona. Hablamos de cómo nos cuesta encontrarnos. 

Hablamos de la violencia que nos rodea.

Arde el Amazonas porque no hay políticas que la protejan.

Un policía mata de una patada a un hombre y luego sale en libertad porque el sistema así lo permite.

Los patovicas de un supermercado descubren a un anciano robando tres o cuatro cosas y lo muelen a golpes hasta asesinarlo porque para este sistema su vida vale menos que lo que está robando.

¿Hay algo que represente mejor la violencia del capitalismo, que este desprecio por la vida humana en feroz defensa del capital? 

Hablamos mucho, un montón.

Hablamos del aula vacía y despojada. De que este año los sextos no decoraron sus aulas como otros años porque se cansaron de que todo apareciera roto, destruido. Porque se cansaron de que a nadie le importara.

Hablamos de las distintas formas de violencia: del temor al futuro, de no saber, de la falta de perspectiva, de la violencia que produce el hambre, de la violencia que produce el frío, de la violencia que produce no llegar a fin de mes.

¿Y cómo sería un mundo mejor? Les pregunto ¿Cómo sería un mundo más amigable?

Se resisten, no quieren soñar lo imposible.

Les hablo de Galeano y las utopías que no alcanzamos pero que perseguimos igual porque le dan razón a nuestras vidas.

Finalmente les pido que escriban algo, lo que quieran.

Cuando termina la hora me pongo a leer sus reflexiones.

Críticas, opiniones, comentarios.

Algunos se animan y cuentan cómo podría ser su mundo soñado.

De pronto me encuentro con la frase y siento una ternura que me abraza.

"Todos merecemos reír" dice.

Maravilloso.



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