El barrio, el mundo

De chica viví en un barrio bonito, de casas bajas y poco tránsito, donde todos nos conocíamos. En ese barrio las veredas y las calles eran para nosotros y nosotras como parques o plazas porque podíamos correr y jugar. De muy chicos jugabámos a la escondida y podíamos ocultarnos en cualquier patio delantero de cualquier casa de la manzana.

En las noches de verano los vecinos y las vecinas sacaban sus sillitas a la puerta y conversaban unos con otros.

Y ahí iba mi papá, a la esquina, a reunirse con los hombres grandes, el Tata, Don Lirio, Don Gil.

Y por allá en el medio de la calle, mi hermana y yo, junto a mis vecinas, Laura y Andrea, disfrutábamos de la noche de calor andando en patines. Para un lado, para el otro, ida y vuelta, de una esquina a la otra. 

"¡Auto!" gritaba alguien y nos íbamos para el cordón hasta que el auto en cuestión terminara de pasar.

Frente a mi casa había un gran depósito mayorista, lo de "Toto" se llamaba, o quizás sólo le decían, en honor a su dueño. 

Todos los días, desde la mañana hasta la tarde, grandes camiones entraban y salían llevando y trayendo provisiones. Sus veredas de cemento lisito que iban en bajadita hacia la calle, por las noches, eran lo más divertido de nuestros juegos en patines.

Ese depósito era el paraíso de mi zeide, que con esas mañas de inmigrante, cada vez que podía se aprovisionaba de alimentos, como si la guerra fuese a estallar otra vez mañana. Bolsones de azúcar y cajas de chocolate Águila se apilaban en su galponcito.

En ese universo, nosotras, las chicas, vivíamos nuestras aventuras. Todas las tardes, apenas terminaba la tarea, salía corriendo y me cruzaba a tocarle timbre a mi vecina Doña Carmen para preguntarle si las chicas podían salir a jugar.

La calle era nuestra. A veces venían los varones, con sus bicicletas. Había entonces una especie de guerra territorial entre bandas, ellos contra nosotras. 

Eran las mismas bandas con las que después jugábamos en carnaval. 

De muy chica me acuerdo sólo de pomos, tarros o baldes y todos los chicos corriendo de un lado a otro, mojando y esquivando baldazos.

Después, de más grandes, llegaron las bombitas y la cosa se puso un poco más seria, y también un poco más violenta. Eso ya era una guerra de varones contra chicas y viceversa: Había bombitas con piedritas adentro, bombitas con aire a la mitad. Artilugios para que dolieran más. 

Mientras elegías jugar estaba bueno, pero la cuestión se ponía jodida cuando tenías que salir y había que elegir rutas menos peligrosas, horarios específicos. Y ocurría a veces que una chica iba caminando y era detectada por los niños de esa zona y entonces había que correr hasta estar a salvo.

También estaban los bailes de carnaval. Me acuerdo de algunos: uno en el patio de Laura y Andrea, otro en el patio de mi casa, y el que más recuerdo, el más lindo, en lo de Pucho, que era el chico que por entonces me gustaba. Esa vuelta, creo que tenía unos once años, me disfracé de española. Mi vecina de enfrente, Claudia, me prestó su traje de danza española y yo estaba feliz, con mi traje a lunares rojos, o naranjas, no estoy segura, y con una rosa de tela sobre la oreja.

Me acuerdo que la tarde anterior, en mi casa, todas nos hicimos los antifaces, con cartulina negra, plasticola y brillantina, y como los papás de mis vecinas tenían un quiosco, ahí nomás los plastificamos y les pusimos un elástico finito a cada uno, de punta a punta.

Me gustaba el carnaval.

Me gustaban esos bailes.

Me acuerdo de un año, cuando cumplí los ocho y mis papás me festejaron el cumpleaños con un baile en el patio de adelante. Era de noche y sólo un portoncito que nos llegaba a las rodillas nos separaba del mundo exterior.

Esa vez invité a mis compañeros de grado y a mi maestra de tercero, la señorita Blanca. Era gritona y todos le tenían miedo. Pero yo no, yo la quería muchísimo, porque me ponía muchos dieces y porque creía en mí. La señorita Blanca me dio lo que más necesitaba en esa época: confianza.

En general, casi todos los cumpleaños eran a puertas abiertas, literalmente. Los chicos y las chicas del barrio iban, comían, salían, corrían. 

Y sí, éramos bastantes los chicos, todos de diferentes edades.

Los domingos éramos más, porque algunos venían de visita. Jugabámos a "Sal, aceite y vinagre", a la mancha y a "La laguna de los siete colores" Las historias eran más o menos así: las chicas íbamos inocentemente a descansar frente a una laguna, y entonces, éramos sorprendidas por un monstruo. Según el color, cada monstruo podía ser más o menos fuerte. Finalmente, luego de gritar mucho, éramos rescatadas por un héroe, que siempre era Marcelo, el nieto de Mercedes.

Los sábados a la mañana íbamos con Laura a hacer juntas las compras, y nos sentíamos grandes. Llevábamos nuestras bolsas de red y conversábamos mucho. Y a veces nos atrevíamos y caminábamos una o dos cuadras más, para saber cómo era el mundo que no conocíamos, después de la calle San Lorenzo, donde estaban todos los negocios.

Para cada año nuevo, a las doce, los vecinos salían a saludarse. Mary y Claudia, me acuerdo, siempre cruzaban a brindar con mi mamá. 

En esa época me la pasaba en la calle. 

El barrio era mi casa.

No recuerdo haber sentido miedo, nunca. Nunca.

Muchos años después supe que en esas épocas el mundo no había sido un lugar tan seguro ni tan genial como yo creía y que la violencia y el terror era mucho más grave que escapar de las bombitas.

Eran fines de los setenta y principios de los ochenta.




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