Maternidad

 Maternidad


El día que me enteré que Juan iba a nacer, salí del consultorio del obstetra y me fui directamente a la casa de mi mamá, que estaba a pocas cuadras.

La casa estaba vacía y silenciosa. Mi mamá había sido internada tres días antes.

Así que entré y fui hacia el telar. 

Allí, aún sin terminar, estaba la manta que mi mamá había empezado a tejer para Juan. Sin pensar mucho agarré la tijera y la corté por los bordes para sacarla del telar. Después la doblé y me la llevé. Ya en casa la guardé en el bolso que llevaría a la clínica. 

Fue la manta que usó Juan en la clínica y después en el moisés. Cuando se la puse sentí como si ella lo estuviera abrazando.

Después la internación. Llegué con Fer y con Grachu. Grachu, que hizo de madre y de hermana mayor y de amiga.

Me llevaron a una habitación y me prepararon. Y cuando sentí el pinchazo del suero, recién ahí tomé conciencia del dolor que iba a sentir. Hasta ese momento, durante el embarazo, no había tenido nada de miedo. No porque fuera valiente, sino porque había decidido dejar en suspenso en mi mente todo lo que suponía el dolor del parto.

Pero ahora me había venido todo el miedo de golpe.

Me llevaron a la sala de operaciones. Ahí estaba yo, en bolas sobre una camilla metálica y helada, con esa panza gigantísima, "agárrate las rodillas" me dijo una voz, me abracé las rodillas como pude y sentí el pinchazo de la peridural, un ardor terrible y me sentí tan vulnerable como nunca me había sentido.

Después me ataron las manos en cruz, para que no me moviera mucho me dijeron. Yo me movía igual, como podía. 

Había una tela que separaba mi cuerpo en dos partes: de la cintura para abajo, médico y enfermeras conversaban y operaban; de la cintura para arriba no importaba a nadie y estaba totalmente sola. Y claro, hablaba, como suelo hacer, y preguntaba si iba todo bien y esas cosas. Alguna voz me respondía. De pronto alguien dijo "Va a entrar el papá", y yo creí que se equivocaba, porque Fer me había dicho muchas veces que no se iba a animar a entrar. Es más, la última vez que fuimos juntos al obstetra, entre risas y chistes, este lo había alentado a que no entrara.

Pero entró, por suerte. Le pusieron una silla atrás de mí y me dio la mano. Y fue importantísimo porque fue el único contacto humano que sentí en aquel momento, aunque paradójicamente un montón de gente estuviera hurgando en las profundidades de mi cuerpo.

Al rato nació Juan, "Es un lechoncito" dijeron. 4 kilos 250 de puro bebé sostenido bien arriba para que lo viera.

Los días en la clínica fueron raros y confusos. La peridural todavía duraba unas horas así que apenas podía moverme pero ya tenía un bebé en brazos que tenía que comer.

Mucha gente que venía a saludar. Las enfermeras me pidieron que no hable “porque sino la panza se llena de gases y duele”. Pero yo lo que quería era hablar y contar. 

Y todo dolía.

Hablar dolía, dar la teta dolía, levantarse, ir al baño. 

Todo dolía.

Así fue la llegada de mi Juan. 

El día que salí de la clínica, pocas horas después de haber llegado a casa, sonó el teléfono y del otro lado de la línea Grachu me avisaba que mi mamá acababa de partir. Dice Fer que me escuchó decir "No!" y que entonces desde la pieza Juan empezó a llorar muy fuerte. Quizás sea cierto esto de la conexión entre madre e hijo.

No sé si llegué a hacer el duelo o no. Hasta unos días antes, mi mamá había sido el centro, no sé si de mi vida pero sí de mis acciones. Mi mundo se había regido según sus deseos, su suerte y sus necesidades.

Y de pronto fui huérfana y madre. Todo a la vez.

Y era extraño, estaba muy triste, y a la vez ver a Juan dormido en el moisés, tan chiquito, me daba una fortaleza y una paz que nunca había experimentado.

El día que me casé entendí lo que significa llorar de felicidad.

Y el día que mi mamá murió descubrí que se puede sentir tristeza y felicidad al mismo tiempo y con la misma intensidad.

Ese día mi casa se llenó de familia y yo me sentí muy agradecida. Quería mucho estar con mi hermana, con mis tíos, con mis primos. 

Los días siguieron y todo lo que vino después lo recuerdo como un estado fuera del tiempo. En mi memoria  tiene como ese halo que se usa en las películas como recurso para mostrar el pasado.

Fue un no tiempo. Una burbuja. 

El mundo exterior se detuvo para mí. Y yo me quedé allí, quieta y bastante angustiada, aferrándome a dos o tres certezas que andaban por ahí dando vueltas.

Me dolía el pecho, me dolía la herida en el abdomen, me dolía la espalda.

El cuerpo dolía.

Y estaba muy cansada.

Dormía mal, un poco por el mal sueño de Juan, y otro poco por la ansiedad y la novedad, las ganas de estar despierta.

Y los temores, claro.

Los que me conocen saben lo importante que es para mí tener el control de lo que pasa en mi vida. Pero con Juan no había certezas. La irregularidad de su sueño era la irregularidad del mío. Y después llegaron los llantos crepusculares, y no había mucho que hacer más que abrazar y esperar que así como llegaban sin aviso se fueran de igual manera.

Muchas personas al rededor me decían, me explicaban qué tenía que hacer, cómo lo tenía que tratar y cómo tenía que continuar mi vida.

Me costó un tiempo poner límites al abuso de quienes creen que hay una forma única de Maternar, la que ellos y ellas conocen. Fue de a poco que empecé a entender que existen tantas maneras de maternar como madres e hijos hay en el mundo. 

Hay necesidades del sistema claro, que nos dice que nos repongamos pronto, que ya está, y que volvamos al mercado, al mundo, si es posible flacas y divinas, con ganas y con energía. Pero  esas no son nuestras necesidades, y a veces se hace muy difícil escucharnos a nosotras mismas con tanto barullo de afuera.

En esa búsqueda de respuestas me costó también encontrar cobijo en otras mujeres. Los miedos y las angustias que sentía por lo general no encontraban mucho eco en ellas. Parecía que nadie había tenido problemas ni grandes temores, y si los habían tenido, ya los habían superado, y no recordaban nada.

Fue de a poco que empecé a entender que no obraban con egoísmo, sino que así fuimos educadas, para silenciar y negar nuestras dudas y nuestros temores.

Una tarde, me acuerdo, con un poco de llanto y mucha angustia, salí con Juan en su cochecito y terminé en un bar sentada leyendo un libro sobre maternidades, un libro divertido, irónico, escrito por dos mujeres inteligentes y agudas. El libro era "La guía inútil para madres primerizas", y me descubrí en casi todas las historias de mujeres frustradas, con sus cuerpos deformes, miedosas, enloquecidas y cansadas. Y me reí un montón, me empecé a reír de mí y de todo lo que me pasaba.

Pasaron los días e Iba con Juan a todos lados, me encantaba llevarlo a fiestas, a reuniones, a encuentros. Me encantaba vestirlo, perfumarlo y llevarlo conmigo a conocer el mundo nuevo. De todas formas también sentía la frustración de no poder hacer un montón de cosas que hacía antes.

En esos tiempos me costaba pensar mi vida sin Juan. No me imaginaba volviendo a mi mundo, a mis amigos, a mi ritmo. 

Sin embargo, y es difícil explicar esto, pese a no tener prácticamente tiempos propios, y paradójicamente, nunca dejé de sentirme yo misma, yo en mi esencia más fuerte. Nunca, como en ese tiempo, sentí tanto pero tanto la fuerza de mi mundo interior, mi mundo secreto y profundo. Me volví más sensitiva, mas introspectiva creo. 

En fin, el mundo siguió girando. Juan fue creciendo y yo tuve que empezar a trabajar. Así que llegó el maternal. Primera reunión informativa y las maestras explicando esto y aquello, las siestas y los almuerzos. Y yo pensé que si lograba que Juan estuviera un día lejos de mí y yo lejos de él iba a ser un verdadero milagro.

Pero no fue un milagro, fueron otras mujeres, mujeres docentes, maestras, directoras y secretarias. Mujeres que me dijeron que me quedara tranquila porque ellas se ocuparían de cuidar a mi hijo mientras yo retomaba mi trabajo y mis ocupaciones.

 Así que de a poco el mundo empezó a ordenarse y yo volví lentamente a mi vida.

Igual no era fácil. 

Ese año me enfermé como nunca. Nada grave ni terrible. Sólo era consecuencia del cansancio que se iba acumulando. Faringitis, infección urinaria y gastritis. Y entre mis enfermedades y las de Juan empecé a faltar un montón a la escuela. Y entonces descubrí que la buena asistencia que había tenido durante años no era acumulativa, no me otorgaba ningún beneficio y que  a nadie le importaba nada, porque igual me ponían mala cara, y más si mis directivos eran hombres.

Y bueno, de a poco, Juan fue aprendiendo y yo con él. Los dos nos fuimos conociendo y descubriendo.

Crecimos.

Los años pasaron y pasan.

A veces miro para atrás y me sorprendo por todo lo que vivimos.

Ser madre, en cualquiera de sus formas, maternar, en fin, es difícil, es bello, es doloroso, es sorprendente, y es agotador.

Es intensidad y es fortaleza.

Y claro, es amor.



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