Adiós al Tren del alma

La foto circula por las redes y la encuentro en el muro de una amiga. La imagen de aquel lugar, tan conocido por nosotros, con sus persianas bajas y el cartel de venta. Así me entero de lo que ya se venía anticipando. Finalmente cerró sus puertas Soul Train, el boliche que nació a mediados de los ochenta en San Martín y que por décadas fue el centro de nuestra vida nocturna. 

Soul Train.

Tren del alma, o algo así. 

Fue allí precisamente donde un día hace mucho tiempo festejamos el final de la escuela secundaria y todos los quintos (en ese entonces la escuela terminaba en quinto año) vendimos rifas y juntamos plata para poder alquilar el boliche. 

Durante años escuché tantas historias que ocurrieron allí, en la pista, sobre los bafles, en los reservados, en los balcones. 

Sé de muchas parejas que comenzaron su historia de amor en Soul Train. Amores fugaces o eternos, romances secretos, pasiones y traiciones. 

En fin, sé que ese lugar guarda enormes recuerdos para muchas personas de mi generación y más chicos también, pero debo decir con honestidad que ninguno de esos recuerdos es mío.

Para ser sincera, no conocí a nadie en un boliche y nadie me conoció a mí. 

A Soul Train fui pocas veces, la mayoría en grupo. Lo que me gustaba era bailar con mis amigas, reírnos, cantar fuerte. Y además el volumen de la música y las luces parpadeantes me generaban una adrenalina enorme. 

Siempre me acuerdo de aquella advertencia: nunca debíamos usar ropa interior blanca porque las luces ultravioletas podían resaltarla. A la distancia creo que era un mito, nunca vi a nadie cuya ropa interior resplandeciera en la pista. 

La primera vez que fui a bailar fue inolvidable, literalmente. Todas mis amigas la recuerdan. Mi camisa blanca con pechera de encaje, los soquetes también con encaje y la corbata de raso rosa, haciendo juego con la pollera larga, rosa también. Voy a decir a mi favor que las corbatas y las polleras largas estaban de moda, pero seguramente no con esa extraña  combinación que era mi propia idea de lo que significaba estar bonita. 

Esa noche un chico me sacó a bailar y un rato después, luego de haber intentado dos o tres veces hablarme a los gritos al oído, fue contundente: "No querés bailar más ¿No?".

Y no, no quería, me aburría bailar con un desconocido, me aburría no estar con mis amigas. 

Nunca supe cómo, pero esta anécdota que podría haber sido insignificante llegó a oídos del ser más despiadado de mi entorno. Por entonces no se hablaba de bullying, pero si alguien lo hubiese definido entonces, este pibe era la representación más clara:  "¿Así que te preguntaron si no querías bailar más?" me tiró a la cara. El rechazo puede ser humillante, pero si se hace público te la regalo. 

Y sí, a qué negarlo, Soul Train no era mi ámbito. 

Nunca supe vestirme a la moda, no entendía los códigos del boliche. 

Y bailaba mal, me encantaba bailar, ya lo dije, pero no sabía seguir un ritmo. Era un ladrillo en el medio de la pista y muy pronto mis compañeros me lo hicieron saber con burlas, risas y bastante sarcasmo adolescente, que puede ser muy cruel. 

Quisiera decir que no me importaba, que estar afuera de ese mundo era mi decisión.

Pero no.

La verdad es que no era así.

Hubiese dado cualquier cosa por pertenecer, por ser parte, por ser una más.

A veces el cigarrillo en la mano y un poco de alcohol me daban ánimo para desinhibirme, soltar mi cuerpo sin ritmo y bailar como se me daba la gana. 

Pero yo no era de ahí y eso era obvio. Me sentí expulsada. 

Y así, sin más rodeos, el boliche fue uno de los primeros lugares en los que empecé a vivenciar el peso del disciplinamiento social. 

No todos éramos iguales. Yo no era igual a mis compañeras y si no podía parecerme, estaba afuera. 

Tampoco éramos iguales hombres y mujeres.

Eso también lo aprendí en el boliche.

Las desigualdades de género, aunque no las veíamos, paradójicamente, estaban a la vista. 

El famoso "Damas gratis". 

Si llegábamos antes de un determinado horario, las chicas entrábamos gratis.

"Damas sin cargo", así decía la entrada. 

Estaba bueno, porque nunca teníamos un mango y ese beneficio, que a veces incluía consumición, salvaba la noche. Pero claro, muchos años después entendí que aquella gratuidad que nosotras veíamos como una ventaja sobre los varones no era tal, y se basaba básicamente en que nosotras no éramos las clientas sino el producto a consumir. 

Suena chocante pero creo que era así.

Con las chicas dentro  el boliche se garantizaba a los clientes, los chicos, que habría acción.

Por entonces yo no entendía nada de muchas cosas que aprendí con el tiempo, pero ya me impactaban: ver a un montón de chicos de mi edad que en la puerta nos miraban inspeccionándonos, sopesándonos, evaluándonos me generaba una sensación extraña. 

Yo sentía, y recuerdo muy bien esa percepción, sentía que aquellas miradas nos deshumanizaban. Allí no éramos las chicas que compartíamos la escuela, las fiestas o un recital.

Quiero decir, el espacio habilitaba esas miradas. 

Y eran esas miradas las que admitían o rechazaban.

Porque ahora, que está tan a la moda hablar de cancelación, es bueno decir que fue en aquellos ámbitos en los que empecé a ser, a veces testigo y a veces protagonista, de la cultura cancelatoria. 

Ser alta, flaca, linda, moderna, divertida, tener ritmo, ser sensual. 

Requisitos. 

Durante muchos años me sentí mal pero con el tiempo me resigné, dejé de intentar y las salidas empezaron a ser otras. Bares, amigos, una cerveza, una banda de rock, y cuando se armaba baile, a veces me animaba y bailaba y a veces no.

Así fue siempre. 

Es verdad que hoy ya no necesito tener un cigarrillo en la mano o un vaso de cerveza para bailar como se me da la gana o como me sale. Seguramente ahora que soy adulta a nadie le importaría demasiado cómo bailo o cómo me visto, pero a mí me llevó décadas resolverlo. 

No fue fácil sacudirme varios complejos, aunque algunos me siguen doliendo, y los dejo ser. 

Me gusta bailar.

Me gusta mucho.

Bailo mientras cocino, bailo en un recital, bailo en las fiestas.

Siempre que puedo bailo, y también canto a los gritos, desentonando, aullando. 

Y no hay nada más hermoso que bailar y cantar.

No hay nada más hermoso que nuestros cuerpos, tan poco hegemónicos, simplemente siendo, simplemente existiendo.



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Comentarios

  1. Cuánta verdad! Todo se repite de generación en generación, será hora de cambiar? Ojalá que sí. Gracias🙏

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  2. QUÉ IMPACTANTE RELATO CLAU!! ME GUSTA MUCHO ESE FINAL PORQUE PARA MÍ TAMBIÉN NO HAY NADA MÁS HERMOSO QUE BAILAR Y CANTAR!!!!

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  3. Y NO HAY NADA MÁS HERMOSO QUE SER TODOS DIFERENTES!!!

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    Respuestas
    1. Viva la música siempre, la alegría y la diversidad!!!💜💜💜

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