Arde Notre Dame

 Notre Dame arde. 

Qué frase perfecta, dramática, cuánta fuerza posee!

Notre Dame arde y los pensamientos fluyen.

Años de historia desaparecen.

Sí, también en Siria, o en Palestina.

También fue así en América, cuando la conquista.

El mundo material es caprichoso y absolutamente arbitrario.

Objetos, construcciones, reliquias nacidas de las manos humanas son capaces de sobrevivir extensamente a sus creadores. Y sin embargo, un día cualquiera, de la nada, se destruyen y desaparecen con la misma fragilidad con la que fueron creadas.

Cuando murió mi papá pensaba mucho en estas cuestiones.

Mi papá era un tipo muy celoso (por no decir obsesivo) de sus pertenencias.

Ya fuera el equipo de música o un libro, eran sus cosas y nadie podía acercarse a ellas.

Cuando mi papá murió todos esos objetos quedaron por ahí, dando vueltas. Estaban huérfanos de dueño, se podían manipular, se podían tocar y había algo de irreverencia en todo eso, algo de violación a una privacidad que ya no tenía defensa.

Por otra parte molestaba un poco que esos objetos estuviesen allí, que permanecieran sin su dueño, sin mi papá.

¿Qué hacía el reloj pulsera sobre la mesa de luz, sin el ritual cotidiano de llevárselo al oído para escuchar su latido y colocárselo luego? ¿Qué significan esos libros apilados, marcados, anotados, repletos de papelitos con notas y registros de lectura?

¿Por qué los anteojos, por qué la ropa, por qué?

¿Por qué esa carta con aquella triste historia familiar escondida en un cajón?

Todo queda a la vista. 

Todo puede destruirse absolutamente. 

De hecho la gente suele hacerlo. 

Regalar, destruir, abandonar, esconder. 

Los objetos sin dueño.

Así lo hicimos nosotras entonces. Tiramos y descartamos los objetos que no nos hablaban, que no nos decían, o que quizás nos decían algo que no queríamos escuchar. Probablemente muchos de ellos hayan significado algo para su dueño, y no lo supimos, o lo supimos pero ya no importaba.

Y también, de manera muy cuidadosa, fuimos regalando y donando sus libros a familiares y seres queridos, tratando de honrar la memoria de mi papá, eligiendo nuevos dueños para custodiar viejos objetos que probablemente sobrevivan una vez más a sus nuevos dueños.

De pronto me viene a la mente alguna imagen que vi en un documental: un veterano de Malvinas vuelve al lugar de la batalla veinte, treinta años después y encuentra su cantimplora.

También encuentra el casco de un compañero y otros objetos que reconoce.

Todos los muertos y esos objetos allí, sobreviviendo.

¿Qué burla extraordinaria puede ser esa? ¿Qué aberración puede ser que un chico de 18 años muera por el estallido de una bomba y su casco permanezca durante décadas allí, como si en cualquier momento alguien pudiese llegar, tomarlo y colocárselo?

Es que los objetos nos definen, como personas, como grupos, como humanidad.

Hay un capítulo hermoso de de "Crónicas marcianas", en la que por una paradoja del tiempo y del espacio, un hombre se cruza con un marciano.

El hombre va camino a su ciudad, repleta de edificios y avenidas, pero el marciano mira y sólo ve vacío.

El marciano va camino a su ciudad, de una deslumbrante arquitectura, pero el hombre mira y sólo ve ruinas.

Para el hombre el otro es pasado.

Para el marciano el otro todavía no llegó.

Los dos existen porque existen sus mundos y son posibles ante sus ojos.

Los dos creen en sus mundos porque los objetos están allí, hirviendo de vida.

En fin.

Más allá del símbolo tremendo y poderoso que es una iglesia en llamas. 

Más allá de la frase de sonido casi perfecto "Arde Notre Dame".

Los objetos hablan de nosotros, nos cuentan, nos describen.

Los seres humanos lo sabemos. Por eso los creamos, por eso los necesitamos. 

Para sentirnos un poco eternos.

Un poco poderosos.

Y cuando una bomba, un terremoto, o un incendio los destruye, es también una parte de la humanidad que se destruye.

La humanidad que se va, que se escapa, que desaparece.

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