Aquellos veranos

Cuando era chica disfrutaba muchísimo mis vacaciones de verano.

En mi recuerdo era un momento de descanso realmente largo.

Eso para mí era muy importante, porque de verdad la escuela no me gustaba ni un poquito y cada vez que podía, fingía estar enferma para poder faltar.

Pero por suerte en ese tiempo a nadie se le había ocurrido aún sumar días de clase ni períodos de orientación, de recuperación o de intensificación. Por otra parte, la secundaria estaba demasiado lejos y no sabía de materias que rendir en diciembre.

Así que para los que éramos chicos las vacaciones comenzaban oficialmente en los primeros días de diciembre y finalizaban recién cuando empezaba marzo.

Tres meses duraban las vacaciones, la cuarta parte del año.

Genial.


Verano en la vereda

La primera imagen que se me aparece de las vacaciones, es la vereda de mi casa, con sus baldosas color arena recibiendo el calor del sol en una mañana luminosa.

Como dije, en diciembre empezaba el descanso, aunque ese descanso tenía ciertas reglas y obligaciones claramente establecidas por mi mamá. Con mi hermana nos repartíamos las responsabilidades: mientras una hacía nuestras camas y barría la habitación, la otra hacía los mandados.

Yo elegía siempre la segunda. Mi vecina de enfrente, Laura, me pasaba a buscar y nos íbamos a la aventura, es decir, a hacer mandados. Primero íbamos a la fábrica de tapas de empanada "La ideal" y después a la panadería donde nos premiábamos con un cañoncito de dulce de leche o con un merengue. Finalmente volvíamos charlando y riéndonos fuerte. Parecía que la vida era eso y nada más.

Por las tardes jugábamos en la vereda, horas jugábamos. Pero las noches de verano eran lo más lindo. Los vecinos salían con sus sillitas a la vereda, Don Lirio, Doña Pina, el Tata, y mientras ellos conversaban, los chicos jugábamos a la escondida o a la mancha.

Y de más grandes, llegaron los patines.

Tenía diez años cuando recibí para un día del niño unos hermosos patines y a partir de allí las noches se pusieron más emocionantes, se convirtieron en juegos de ruedas y velocidad. 

Había deseado mucho esos patines. Aprendí sola a andar, a los porrazos, pero aprendí. Me gustaba salir a andar con un shorcito rojo y una musculosa amarilla, era como un uniforme. Mis piernas iban para un lado y para otro, zum zum, yo sentía el viento en la cara, el pelo suelto. Pocas veces recuerdo haberme sentido bella en mi infancia, pero cuando andaba en patines, brillaba.

Así, con mi hermana y mis vecinas, ni bien bajaba el sol, nos calzábamos los patines y empezábamos a rodar por la calle de nuestra cuadra, la única que teníamos permitida, de una punta a la otra, y por las bajadas de cemento, hasta que escuchábamos el grito de alguna de nuestras mamás: "¡A comer!" Y entonces recién nos despedíamos.


Verano en la quinta

Llegaba el calor y empezábamos a ir a la quinta. La quinta del Mendele, nuestro club, era todo lo que estaba bien.

Amigos, el quincho y los asados, la pileta y aprender a nadar en lo hondo, el bufet y los helados de palito, las hamacas.

Para ir a la quinta había que preparar todo. Las lonas, las sillitas plegables, las mallas. A veces comíamos en la quinta, generalmente en las mesas de cemento del quincho. Mientras escribo esto y lo comparto con mi hermana, ella me recuerda la valijita que llevaba mi mamá. La valijita, así le decíamos. Era una especie de cofre rojo en el que se guardaban los platos y los vasos de plástico, los cubiertos y otros utensilios.

La mayoría de las veces íbamos sólo con mi mamá. A mi papá no le gustaba mucho salir y eso era vox populi en la quinta. Cuando llegábamos, la primera persona que nos cruzabamos era a Guillermito, que recibía a mi mamá con la broma cruel, repetida hasta el cansancio: "¿Y Jaime? ¿Se quedó viendo la película de Palito?". Y sí, eso hacía mi viejo.

Hubo una época en la que mi mamá vendía libros para colaborar con el club. Llegábamos a la quinta y rápido ocupábamos la mesa grande de cemento. Ahí desparramaba todo y conversaba con quienes se acercaban a mirar.

Otras veces íbamos con mi prima Daniela, que era apenas un año mayor que mi hermana, pero hacía un tiempo que viajaba sola en colectivo y la lógica maternal le había otorgado la enorme responsabilidad de cuidarnos. Muchos años después supe el peso que significaba para ella estar a cargo de todo, ser la responsable. Si hubiéramos sabido compartir las responsabilidades seguramente hubiera sido más fácil para ella.


Verano en casas de la familia

Otro recuerdo de aquellas temporadas veraniegas es que frecuentemente con mi hermana nos quedábamos a dormir en la casa de algún familiar. En realidad podíamos quedarnos a dormir en muchas casas, pero había sólo dos lugares en los que solíamos pasar varios días.

La casa de mis abuelos era uno de ellos. Lo conté alguna vez, era un lugar increíblemente mágico para nosotras, especialmente el patio, o los patios. La casa estaba adelante, al frente, era una casa en forma de L. De ahí se salía al primer patio, lleno de plantas que mi abuela cuidaba amorosamente. A un lado estaba el pasillo que daba a la calle. Ahí empezaba la diversión. Con una silla reposera vieja, creo, mi abuelo nos había  fabricado una hamaca de lona. Estaba enganchada con cadenas a un caño que por arriba atravesaba el pasillo. El único problema que tenía esa hamaca es que sólo había una, y costaba compartirla.

Ese pasillo estaba en bajada hacia la puerta de calle, y otro juego que teníamos con mi hermana consistía en arrojar desde un extremo dos naranjas, una cada una, y veíamos cuál ganaba la carrera.

Al final del primer patio había una escalerita; a  un costado, un lavadero y un bañito; al otro lado, la parrilla y un cantero inmenso repleto de Dalias, que a mi abuela le fascinaban. Qué curioso, hace muchos años que no veo Dalias por ningún lado.

El segundo patio, atrás del primero era muy grande. Allí estaba el galpón en el que mi abuelo guardaba sus herramientas; además, junto a la cucha de la perra, había un cuartito en el que acopiaba bolsas y bolsas de azúcar, vaya uno a saber cómo se activaban en él los fantasmas de la guerra. Ahí, a un costado, mi abuelo nos armaba la pelopincho.

Más atrás,  finalmente, el gallinero. No me acuerdo mucho de las gallinas, pero si de los quinotos que juntábamos del arbol. Recuerdo los sabores, temblar ante la acidez en la boca pero igual seguir comiendo.

Otras veces íbamos a Lanús, a la casa de mis tíos Raquel e Israel. Mis primas eran mayores, y creo que mi hermana y yo éramos como juguetes para ellas, pero a nosotras eso nos divertía.

Mi tía preparaba comidas ricas, siempre, y con mis primas jugábamos a estar en una colonia. Susi, mi prima mayor, organizaba las brigadas. Unas preparaban el desayuno y las otras hacían las camas. Las obligaciones se alternaban y terminaban siendo parte del juego. 

A la tarde nos mojábamos en el patio. Una manguera atada a la reja de la cocina simulaba una ducha. Después de cenar, si teníamos suerte, podíamos ver una película antes de dormir.

 

Verano en la playa

Mis abuelos tenían una casita en la costa, en Santa Teresita. Ese fue el lugar en el que veraneamos cada año, desde que mi hermana y yo llegamos al mundo y hasta que tuve diez años.

Todos los veranos, indefectiblemente, pasábamos un mes allí, con mi mamá, mi papá y mis abuelos paternos.

La casa estaba en una zona poco poblada, rodeada de terrenos baldíos, a muchas cuadras del mar y aún más lejos del centro. Creo que en nuestra manzana llegó a haber seis casas, no siempre habitadas, y enfrente tan sólo un edificio en la esquina. El resto, para todos lados, era pasto crecido, bichos y perros sueltos. 

Cuando llegábamos, generalmente de madrugada, había mucho qué hacer. La casa estaba llena de arañas y mugre y el pasto estaba muy crecido. Una vez casi piso una víbora. Miré hacia abajo y allí estaba, como una corbata en movimiento. Grité muy fuerte y mi abuelo la atrapó con el rastrillo y la tiró en el baldío de enfrente.

Pero más allá del susto, todo ese paisaje, para mi hermana y para mí, era un paraíso. Podíamos explorar y siempre nos esperaban aventuras. Nos divertíamos.

Los días en Santa Teresita solían tener una estructura bastante repetitiva. A la mañana íbamos al mar. Mi mamá entraba usando el báculo de la sombrilla como bastón, porque la arena le dificultaba bastante el paso. Nos ubicábamos en algún espacio vacío y mi hermana y yo nos metíamos al agua. Nos encantaba. A mi abuelo también le gustaba el mar, y solía llevarnos de la mano a la parte más honda. En cambio mi mamá, mi papá y mi abuela se quedaban en la orilla, quizás mojándose los pies.

A la vuelta, el almuerzo era mayormente a la parrilla y era propiedad de los hombres. Mi papá y mi abuelo salían a buscar ramas de eucalipto que luego mi abuelo hachaba y apilaba prolijamente en el lavadero. Las ensaladas del mediodía, en cambio, eran ocupación de las mujeres.

Por la tarde, la siesta se extendía para los adultos y a veces para nosotras también. Por lo general ese era el momento de mayor diversión porque podíamos jugar afuera sin supervisión.

A la noche, la hora de la cena, generalmente era territorio de mi abuela.

Para mi mamá las vacaciones eran complicadas. Ahora, a la distancia, me pregunto cómo hacía para soportar un mes y sobre todo por qué lo hacía. Durante todo ese tiempo, mi mamá y mi papá resignaban su intimidad ya que dormían en una misma habitación con nosotras, sus hijas.

Pero además, todos esos días, cada uno de ellos, mi mamá y mi abuela disputaban ferozmente el cariño de mi papá. Mi abuela tomaba el mando de la cocina y desde ese lugar enviaba sus mensajes de amor a mi papá, preparando aquellas comidas que él no debía comer por cuestiones de salud y eso enojaba mucho a mi mamá.

¿Hay algo más patriarcal que dos mujeres peleando por el amor de un varón? Hoy, a la distancia, me pregunto por qué la salud y la alimentación de mi papá debían ser preocupaciones de las mujeres que lo rodeaban y no de él mismo.

Mi mamá solía decir, muchos años después, que durante ese mes ella cedía su lugar a mi abuela, que las parejas hacen eso, ceder y aceptar, y de ejemplo ponía nuestros viajes a Epecuén.


Verano en la laguna

Pero mi papá a Epecuén no iba. Solíamos viajar nosotras tres: mi mamá, mi hermana, y yo, y se sumaba mi abuelo materno. Mi mamá decía que el agua salada de la laguna era buena para él. Ahora, a la distancia, me pregunto si mi vieja disfrutaba o simplemente seguía cuidando a los suyos.

Epecuén, antes de la inundación, era un pueblo agradable, muy cercano a Rivera, el pueblo dónde creció mi mamá. 

En Epecuén parábamos en un hotel del que tengo sólo algunas imágenes, varios pisos de galerías que daban a un patio central. Allí había un estanque lleno de peces de colores. Ese estanque tenía un poder magnético para mí. Recuerdo observar como surgían los peces de aquella oscuridad profunda. Alguien nos había dicho que en el fondo habitaba un pez enorme. Por supuesto que lo creíamos y esperábamos tanto como temíamos poder verlo surgir de pronto en la superficie.

El hotel se llamaba "Graciela" o algo así, porque ese era el nombre de una de las dos hijas de los dueños. Las chicas tenían aproximadamente nuestra edad, así que jugábamos mucho con ellas. El resto, creo, eran personas mayores.

La laguna era blanca por la sal y eso hacía que picara mucho en la piel. No me gustaba.

Y eso es todo.

No tengo muchos más recuerdos, era muy chica todas las veces que fui. Después, mi abuelo falleció y ya no fuimos más.


Veranos de carnaval

El carnaval tiene un capítulo aparte, sin dudas.

Algunos momentos que guardo como íconos de un tiempo entrañable y otros momentos que preferiría olvidar. Así todo mezclado.

El carnaval en el barrio era un tiempo esperado. De muy chica recuerdos los carnavales en la avenida 25 de mayo, caminar por ahí, entre la espuma que no me gustaba pero sí el baile y las lentejuelas. 

También me acuerdo de la guerra de agua. En casa enjuagábamos los pomos viejos de lavandina y los llenábamos con agua. Tengo la imagen de estar sentada en una vereda, con algunos otros chicos, jugando a mojarnos.

Pero después aparecieron las bombitas, y la cosa no fue tan linda. El juego dejó de ser divertido para las chica de mi edad. Las varones, así decíamos, acechaban en grupo en cualquier esquina, detrás de cualquier puerta. Se escondían y en cuanto divisaban que una chica se acercaba, comenzaba la agresión. Correrla y arrojarle decenas de bombitas era el juego. No importaba si la chica jugaba y tampoco importaba la edad de la chica. 

En esos días había que ser cuidadosa para salir de casa, elegir el camino, el horario. Yo trataba de salir al mediodía, porque la mayoría de los chicos estaba almorzando.

Si lo pienso ahora, el carnaval se convirtió en un espejo patriarcal del mundo adulto en el que las chicas ya no jugábamos sino que teníamos que ocultarnos en nuestros hogares, salir con cuidado luego y aprender a escapar.

Pero a veces, respondíamos con la misma audacia. Con mis vecinas de enfrente, cargábamos un balde con agua, repleto de bombitas y salíamos a atacar. Era lindo caminar en malla por la vereda y  pelear contra los varones, sin miedo.

Pero lo más lindo del carnaval eran los bailes de disfraces. Creo que fueron tres, uno en nuestro patio, otro en la casa de mis vecinas, y otro a unas cuadras, en la casa de Pucho, el chico que me gustaba.

También me acuerdo de un baile en la quinta. Mi mamá decía que me había disfrazado de gitana, aunque sólo me había puesto un pañuelo en la cabeza.

Los bailes eran geniales.


Verano en el verano 

Si tengo que pensar qué palabra define toda esta época, creo que la adecuada sería intensidad.

No quiero caer en lugares comunes, pero qué más da. En esos años el presente parece eternizarse, y hoy la memoria hace lo suyo.

No todos los recuerdos son felices, y algunos, incluso, comienzan a empañarse con el paso del tiempo.

Sin embargo, la maravilla gana la pulseada. Los juegos en la vereda, la pileta de la quinta, el mar, imágenes que producen sonrisas. Siempre.

Y esos recuerdos me traen a aquellos que hoy ya no están y que aún trato de entender.

Pero lo cierto es que si pienso en los veranos de mi infancia, ahí está mi zeide, es decir mi abuelo, dándonos la mano para entrar al mar, contándonos historias en la cama inmensa de Santa Teresita a la hora de la siesta. 

Y después el recuerdo se llena de mujeres. Mi mamá en Epecuén, mi prima llevándonos a la quinta, mis primas de Lanús inventando juegos para nosotras.  Siempre mujeres, cuidando.

El color sepia se hace intenso, las imágenes toman color, nitidez. Los ruidos del mar, las risas cristalinas, los patines, el viento en la cara.

La historia se arma con todos esos pedacitos.









Comentarios

  1. mis veranos nunca fueron iguales... a mi viejo le encantaba gitanear... así que desde el primer día de enero hasta el último de febrero desaparecíamos, a cualquier destino... Siempre pasabamos por Mar del Tuyú, así que la imagen del desolada, de medanos y yuyos es compartida. Precioso

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  2. Puedo imaginarme cada cosa q escribís, las vacaciones cuando éramos chicas resultaban eternas.
    Me encantó

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  3. Me llevaste a mis veranos de barrio y playa . Gracias por compartir 😊

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  4. Que hermoso recuerdo leyendo. Y recordando todo lo que decías me parecía estar viviendo
    el momento te felicito hermosa

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