Las manos de mi mamá
Juan duerme la siesta y yo aprovecho para leer, pensar, pavear. A veces también duermo. Amo dormir la siesta. Hace muchos años en mi casa existía el hábito de dormir siesta. Todas las tardes. Era un momento raro del día. La casa de pronto se quedaba completamente silenciosa. No había tele, ni voces, ni una conversación. Yo era una nena de unos de unos seis o siete años y tengo que reconocerlo, por entonces la siesta no me gustaba para nada. Mientras mis papás dormían, con Grachu nos quedábamos jugando en la pieza, con la puerta cerrada. Hasta la casa parecía dormida, y era entonces cuando nuestras fabulosas historias crecían entre muñecos, cajas de zapatos que para nosotras eran carretas y los pobres libros de mi papá que se transformaban en las paredes de alguna casita. Después, ellos se levantaban y volvían los ruidos, las voces. Era como si la vida volviiese a ocupar cada espacio, cada rincón. Aquella tarde mi papá no durmió la siesta, ni me acuerdo dónde estaría. Grachu tampoco an