La escuela en tiempos de Pandemia II

Es muy loco, pero en estos días sin que lo pida, no paran de llegar trabajos y trabajos de pibes y pibas que se acordaron de mí y de mi materia.

Explicaciones, pedidos de disculpas. A todos respondo con el mismo tono que me caracterizó durante este año tan duro: "no te preocupes", "gracias", "todo bien" y frases por el estilo, todas acompañadas de emoticones sonrientes y de corazoncitos.
La verdad es que durante todo este tiempo me estuve preguntando por qué en todos mis años de docente no fui así de empática con los chicos y sus historias, con sus enojos con la escuela y con sus disculpas mentirosas o genuinas.
Por qué tuvo que llegar una tragedia mundial para empezar a ser un poco más amorosa y comprensiva.
Porque hay algo que sé y es que los chicos que no trabajan, que no cumplen, no son vagos, o sí, pero no es por nada.
A los chicos les pasan cosas que los frenan, cosas que a veces tienen que ver con la autoestima, con la desvalorización, cosas que los aíslan del estudio.
O peor, no les pasa nada. No les pasa nada con la escuela ni con el futuro ni con los sueños o los deseos.
O más todavía, sus sueños y deseos son inmensos pero no pueden ser albergados por la escuela.
Vaya uno a saber.
A veces, digo, para ser justa conmigo, a veces lo intento, lo logro, doy en la tecla, llego a él o a ella. A veces sucede la magia.
Pero otras veces no, estoy tan ocupada cumpliendo con el programa, cumpliendo con las calificaciones, cumpliendo...
A veces estoy tan ocupada con todo eso que no veo lo importante: ellos, ellas, yo, la literatura.
La vida misma.
En estos días, que ojalá pronto podamos recordar como algo que ya pasó, que se fue, en estos días digo, como docente experimenté momentos curiosos, raros, novedosos.
Por primera vez, por abandono, por desidia, o por falta de respuesta, nos dejaron solos, sin aulas ni libros de temas ni planificaciones, sin diagnósticos ni exámenes.
Y quizás fue por eso que pudimos animarnos a probar, a jugar, a divertirnos.
No quedó otra, se rompieron las barreras, nuestros celulares dejaron de ser privados y los mensajes de un lado y del otro fueron y vinieron. Una frase: "Quiero saber cómo estás", escribíamos y un rato después llegaba la respuesta de alguien que nos contaba algo y que agradecía la preocupación.
Nos hicimos compañía y nos cuidamos.
Nos comunicamos.
Un día estuve en un zoom de quinto año al que se conectó un solo alumno. Estuvimos conversando una hora, sobre la escuela, sobre la vida, sobre los libros. Lógicamente, no quiero romantizar el fracaso rotundo del encuentro, porque está claro, lo bueno hubiese sido que participara todo el curso. Pero permítanme decir que ese encuentro tuvo algo de los días de lluvia en la escuela, esos días en que el aula está casi vacía y entonces te permitís el lujo de arrimar los bancos y tener conversaciones profundas e interesantes con tus estudiantes.
Y ese día, ni bien terminó la reunión de zoom, me llegó un trabajo de mi alumno al classroom. No, no era la actividad que yo pedía, "este es el cuento que escribí profe, después dígame qué le parece".
Otra vez, hace poco, me llegó un audio de otro chico. Había empezado a leer el libro que les dejé en pdf tres meses antes en el classroom. Y tres meses después lo estaba leyendo y se le ocurrió mandarme un mensaje. "Está muy bueno profe, pero la abuela de Erendira es cualquiera" me dijo indignado, le contesté con otro audio y al siguiente me comentó que le pareció re loco lo de la sangre verde. Le conté entonces sobre el realismo mágico, que era una de las preguntas del trabajo.
Y hace muy poquito, dos días quizás, una estudiante me envió fotos de su bitácora. La bitácora, les cuento, es un proyecto hermoso que armamos con la profe de plástica, algo así como un diario de cuarentena. Y esta chica me enviaba sus dibujos y sus escritos. "Gracias profe, me gustó mucho hacer este trabajo" me decía "Me hizo bien y lo quiero continuar".
A nosotras, a la profe de plástica y a mí, también nos gustó un montón. Incluso una alumna, poco después de haberlo propuesto, nos pidió armar un grupo de wassap con ella, para que así pudiésemos seguir el recorrido de sus emociones, de sus pensamientos, de ella en cuarentena.
En fin, pasó de todo.
Durante todo el año contesté trabajos mientras cocinaba o ayudaba en la tarea a mi hijo; me he despertado a las cuatro de la mañana un domingo por el ruido de un mensaje que llega "perdón profe, a esta hora trabajo mejor", y que no tuve el valor de reprender.
Y todo esto, fue a ciegas, o por intuición.
Todo fue simplemente, como pudimos.
Porque nos fuimos enterando de las decisiones educativas por los medios de comunicación, a los sobresaltos y nunca de manera directa. A destiempo y arbitrariamente, como casi todo lo que surge de manera inconsulta. Decisiones que no pudieron dar respuesta a la falta de conectividad de muchos chicos que, una vez más, quedaron abandonados por el sistema educativo.
Quiero que este año termine, aunque nada ni nadie me garantice que el próximo será mejor.
Todavía tengo que completar muchas planillas, y corregir muchos trabajos.
Me quedo con esos encuentros que tuvimos desde la virtualidad absoluta.
Me quedo con el emoticón sonriente y el corazoncito.
Me quedo con la emoción del agradecimiento.
Con el cuidado, con la preocupación mutua.
Me quedo con todas esas palabras que durante todo este tiempo nos abrazaron.



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