El atentado a la Amia
Ese día, hace treinta años, estaba haciendo trámites por el centro, como le decíamos a todos aquellos lugares que quedaban pasando la General Paz.
En todo el día no había escuchado la radio, ni había visto la tele. Tampoco había hablado con nadie. Así que al anochecer, cuando llegué a casa, las caras de preocupación, de miedo y de angustia, tanto de mis viejos como de mis tíos me tomaron de sorpresa.
Ahí estaban los cuatro, esperando reunir al rebaño para saber que estábamos todos y que estábamos bien.
"Explotó la Amia, dicen que fue un atentado" contaron.
Explotó.
En la tele mostraban imágenes terribles. Aún no se sabía cuántas podían ser las víctimas.
Era siniestro.
Enseguida pensé que unos años antes, cuando hacía el CBC ahí nomás y estudiaba periodismo a unas pocas cuadras, solía pasar muy seguido por la puerta de la Amia, tres o cuatro veces por semana. Nunca le prestaba demasiada atención, pero sabía que ahí estaba. Era parte del paisaje, de mi recorrido cotidiano. Tan sólida como el edificio de la Facultad de medicina, como la boca del subte.
Pero ahora, en la tele, sólo había imágenes de escombros, pilas y pilas de escombros.
¿Cómo es posible que un lugar que resulta tan familiar, tan cotidiano, de pronto explote y todo desaparezca?
Los días que siguieron fueron de una tristeza extrema.
Leyendo noticias, mirando la tele.
Eran los '90 y un periodista muy amigo del poder decía en la tele que "murieron judíos y también muchos inocentes".
Frases como esa rebotaban en los medios, en la calle. Personas que una veía a diario, por ignorancia tal vez, o por ideas discriminatorias que siempre estuvieron guardadas, hacían comentarios parecidos. "Murieron argentinos también" se escandalizaban, como si ser judío implicara pertenecer a otro habitat, como si hubiera muertos valiosos y otros que no tanto.
Dolía.
De a poco empezamos a ponerle nombres y rostros a los muertos y a aquellos que todavía se buscaban entre los escombros.
Alguien que trabajaba allí, alguien que justo pasó por la puerta, alguien que vivía en un edificios cercano.
Todos inocentes.
Unos días después seguían las búsquedas. Los bomberos habían podido salvar a un hombre que estaba enterrado entre los escombros. Lo habían bautizado "Cacho" y lo festejamos todos como un triunfo de la vida en medio de tanto dolor. Pero al poco tiempo Cacho sufrió una falla respiratoria y murió.
No nos quedaba ni la esperanza.
El sentimiento de dolor que había en mi casa por esos días estaba en el aire, se respiraba.
Sentíamos esas muertes, como argentinos, como judíos y como habitantes de este mundo.
El entonces presidente dijo que investigarían sin descanso.
Pero no investigaron nada.
El poder político quedó manchado con la sangre de las víctimas.
Hubo algunos nombres, alguna detención, supuestas investigaciones, desmentidas, encubrimiento.
Un juego perverso de mentiras y falsedades que puso de manifiesto el antisemitismo que siempre estuvo vinculado al poder.
Los años siguieron pasando y los gobiernos también.
Del atentado a la Amia sólo nos quedan rumores, teorías, suposiciones.
De justicia, nada.
Hoy, a treinta años de aquel horror, el fantasma del pasado vuelve en forma de amenaza cuando el gobierno actual hace alarde de su simpatía con las políticas nefastas de Israel sin siquiera medir las consecuencias.
Es tan fácil mostrar valentía con la sangre y el dolor de los otros. Algo que en estos días parece repetirse hasta el cansancio.
No queremos volver a atravesar nunca más un horror igual.
El atentado a la Amia fue y es un crimen cargado de mezquindades, silencios, complicidades y encubrimientos que encienden nuestro dolor.
Queremos la verdad.
Exigimos justicia.
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