Bicicleta

Este texto lo escribí en el marco del taller que hoy comenzamos en RAF.

Muy feliz y profundamente agradecida con las maravillosas personas que participaron.

De pequeña viví en un barrio como los de antes. Un barrio en el que los chicos jugaban por horas en la calle, uno de esos barrios en el que todos se conocían y en las noches de verano los vecinos  sacaban sus sillitas plegables para conversar con el de al lado, un barrio en el que el hijo de la vecina de enfrente se cruzaba y golpeaba la puerta  para entregar un tupper con una comida que enviaba su madre.

Uno de esos barrios.

Allí crecí.

Jugando con otros chicos, disfrutando la calle.

Hasta que un día llegó Aurorita.

La Aurorita era la bici que mi hermana recibió de regalo. Una bicicleta anaranjada, nueva, flamante, con rueditas.

Lo diré rápido y sin rodeos.

La envidia fue inmensa.

Envidia de hermana menor, envidia de “yo también quiero", envidia de “¿por qué ella sí y yo no?”.

Eso. 

Envidia.

Debo haber llorado o pataleado, no recuerdo bien. Pero fue entonces que mi zeide, es decir mi abuelo, me prometió una bicicleta vieja que tenía guardada en el galpón.

“Cuando seas más grande” me dijo.

Y desde ese momento comenzó mi espera.

En fin, los años fueron pasando. A la Aurorita se le subió el asiento, se le sacaron las rueditas y se quedó un largo tiempo.

Supongo que para mis viejos era la bici para compartir y listo.

Pero yo estaba esperando.

Ser grande, eso estaba esperando.

Cuando empecé el colegio secundario le pedí a mi zeide la bicicleta.

“Todavía sos chica" fue la sentencia.

Un día, a los 13 años tuve mi primera menstruación. “Te hiciste señorita" me dijeron todos y me felicitaron.

En realidad mi vida no cambió demasiado pero ahí fui y reclamé la bicicleta.

Tampoco, rechazada.

Cumplí los quince y viví ese ritual que ahora me cuesta tanto entender: vestido, baile, fiesta. 

Después terminé el colegio secundario.

En cada oportunidad pedí mi bicicleta.

Era mi derecho y no me olvidaba.

Pero la respuesta siempre era la misma: “Todavía no".

Un día, a los veintipico, me puse de novia. Mi zeide se enteró y nos invitó a almorzar a su casa.

Ese día, después de comer, nos llevó al galpón que estaba en el fondo, junto al gallinero.

Ese galpón era para mí un lugar mágico. 

Mi abuelo era colchonero y en mi recuerdo, era un lugar gigante, repleto de cotín, mugre y herramientas desconocidas.

Allí, colgada en una pared alta, estaba esperándome la bicicleta.

Ya era mayor.

Mi novio ayudó a mi zeide a bajarla.

Mi zeide sonreía, estaba profundamente conmovido y miraba a mi novio como a un nuevo nieto. Aquella tarde, parado en la puerta de su casa, me vio salir llevando una bici del manubrio y a mi futuro marido caminando al mi lado.

La bicicleta en cuestión, a la que por fin conocí ese día, mi abuelo la había comprado usada en el año ‘37  como regalo para mi papá, para que aprendiera a andar. Era una vieja Peugeot de señorita. Eso quiere decir que no tenía el caño atravesando el cuadro. Seguramente mi zeide entendió que una bici de señorita era más fácil para aprender a andar. Nunca entendí para qué era el caño de las bicicletas de varón. Tampoco supe si mi papá aprendió alguna vez andar en bici, aunque sospecho que sus intereses y habilidades iban por otro lado.

Tiempo después me fui a vivir con mi novio, o él vino a vivir conmigo, algo así. Había perdido el empleo y la verdad es que no supe decir que no, así que mis viejos nos prestaron unas habitaciones que había en el fondo de casa y de manera improvisada y precaria comenzamos a convivir.

Mi novio, yo y la bici. 

Me fascinaba la bici.

Es cierto que había que hacerle varios arreglos. Las luces no funcionaban, tampoco los frenos y el asiento original había sido sustituido por uno de cuero hecho por mi zeide. En poco tiempo y con entusiasmo pude arreglarla y empezar a usarla.

Pero lo que no pude arreglar fue mi noviazgo y después de un engaño que me rompió el corazón volví a estar sola.

Unos meses antes ml zeide se había enterado que vivíamos juntos y cuando supo que nos separábamos, su frase fue lapidaria: “menos mal que no te dejó groisa".

Supongo que mi zeide se fue de este mundo creyendo que mi vida estaba arruinada.

Por suerte el corazón se repara, igual que las bicicletas.

Hasta entonces solo me había animado a salir junto a quién ahora era mi ex novio. La calle me daba miedo y salir a andar sola me parecía imposible.

Empecé de a poco. Un dia fui hasta el quiosco, otro día hasta la casa de una amiga. Finalmente, sin perder el miedo, esquivando avenidas y calles difíciles, pude salir por mi cuenta.

Andar en bicicleta me generaba una enorme sensación de libertad, de alegría inexplicable.

Por entonces estudiaba Letras y daba clases en algunos institutos particulares. La bici se convirtió en mi aliada más valiosa para ir de un lado al otro.

Años y años pasaron.

La disfruté mucho.

La guardé durante larguísimos períodos. Me reencontré con ella muchas veces, subí a su lomo y le prometí no dejarla jamás.

Y luego volví a abandonarla.

Una y otra vez.

Lo cierto es que me acompañó en cada mudanza, esperando siempre su momento.

Y sí, siempre vuelvo a ella.

Porque si las ruedas giran seguras; si los pedales siguen firmes bajo mis pies; si los frenos están allí, al alcance de mi mano; si el paisaje cambia, de prisa o pausadamente y sobre todo si el viento me pega en la cara, entonces…

Entonces sí,  todo es posible.





Comentarios

  1. No era cuando seas grande, era cuando tengas novio ! Mortal.
    El caño horizontal es para sentarte en una posición más aerodinámica, por eso se usa en bicis de ruta o tipo mountain. Ahora no se diferencian tanto la bicis si son para hombre o mujer sino por el uso que se le va a dar. Para deporte o para paseo.

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  2. Cambiarán los conceptos de adultez para las jóvenes 💜💪, pero lo que no cambia es el placer de pedalear con el viento en la cara

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