Un día de sol

Hace un tiempo atrás, en otro posteo, recordaba cierta mañana de verano en la que caminaba por la playa juntando caracoles lilas y pensé en poesía.

Siempre me dio curiosidad ese recuerdo. 

Hay momentos chiquitos, intrascendentes,  pero que, vaya uno a saber por qué, quedan guardados en el recuerdo para toda la vida.

Hoy me acordé de otro momento igualmente curioso.

Fue un día de esos, uno cualquiera. Era agosto y caminaba por alguna calle de Primera Junta. Me acuerdo que había un sol precioso que me daba en la cara. Yo miré a mi alrededor y una emoción especial me inundó. Entonces pensé que era feliz y que me sentía plena.

Siempre me acuerdo de ese día, de ese momento, de lo que sentí y de lo que pensé. La verdad es que no había pasado nada especialmente significativo para que permanezca durante treinta años en mi memoria. 

Aquella mañana iba a la facultad exclusivamente para comprar unos apuntes de lingüística. Tenía que preparar el final y como  la mayoría de las veces, podía comprar los apuntes recién cuando cobraba.

Siempre, en alguna parte del mes, me quedaba con la plata justa para garantizar los dos colectivos de ida, los dos colectivos de vuelta y los cigarrillos, por supuesto (solo quienes alguna vez tuvieron este vicio pueden entenderlo). 

Pero ese día acababa de cobrar y viajaba, una hora y pico de ida, una hora y pico de vuelta, sólo para ir a comprar los apuntes que luego tendría que leer en tiempo record.

Podía ser bastante desesperanzador.

Pero lejos de estar fastidiada, ese día me sentía feliz.

Lo curioso es que en mi vida, soy consciente, hubo momentos de mayor importancia, momentos que recuerdo porque pasaron cosas trascendentales. El día que me recibí por ejemplo; o porque pasó algo doloroso, como la noche en que falleció mi papá, o por la emoción, como el día en que me casé.

Dice Alejandro Dolina que si quisiéramos recordar todos los momentos de nuestras vidas, cada minuto, cada día vivido, sólo podríamos retener un puñado de anécdotas. Nada más. 

Quizás sea la forma en la que el cerebro logra optimizar el espacio de almacenamiento, por decirlo se alguna manera.

¿Seríamos capaces de alojar de manera consciente cada segundo de nuestras vidas? ¿Podríamos vivir con tanta información en nuestros cerebros?

En "Funes, el memorioso" Borges escribe acerca de aquel joven, Irineo Funes, que era capaz de reconstruir minuciosamente los detalles de un día cualquiera: "Sospecho, sin embargo, que no era muy capaz de pensar. Pensar es olvidar diferencias, es generalizar, abstraer. En el abarrotado mundo de Funes no había sino detalles, casi inmediatos".

Sin la posibilidad de seleccionar, la memoria de Funes es absoluta y también excesiva.

Sin la posibilidad de seleccionar, dice Funes "Mi memoria, señor, es como vaciadero de basuras".

Supongo que por eso olvidamos, desechamos. Para que nuestras mentes puedan procesar, analizar, organizar,  contrastar.

Supongo también, ya lo dije en otros posteos, que para combatir a la desmemoria hemos inventado la escritura. Para dejar plasmado en papel lo que nuestra mente no podría alojar.

Escribir, en ocasiones, es guardar el registro de quienes fuimos en un momento especifico de nuestra historia.

Supongo que el ejemplo más emblemático es El diario de Ana Frank. En cada página, Ana expone sus pensamientos, reflexiona, expresa sus emociones; pero además, reconstruye el día a día en el anexo, la cotidianeidad de la vida en aquel refugio.

¿Cómo sería la historia de Ana si no hubiese escrito su diario? Quizás hubiesen llegado a nosotros algunas declaraciones de Otto, el papá de Ana y único sobreviviente. Y no mucho más. 

Ana, a través de su diario, nos dio la posibilidad de penetrar en la cotidianeidad de ese mundo.

¿Cuántas legumbres recibieron? ¿Cómo se higienizaban? ¿Qué ocurría en la convivencia?

Sin las palabras todo eso no existiría.

Sin las palabras,  la mente descarta lo que sobra. El dato menor, el detalle insignificante. 

Pero creo que todos esos hechos pequeños y cotidianos constituyen, precisamente, la materia de la que estamos hechos.

Quizás es por eso, que a veces algunos recuerdos sobrevivan a pesar de su aparente intrascendencia.

Como aquel día, ese que fue un día cualquiera, uno más. Sólo un sol, la vereda, un montón de gente, y mi felicidad. 

Ese día en el que quizás estaba feliz porque había cobrado mi sueldo y por fin podría comprar los apuntes, quizás fue porque me sentía joven, y por el sol que anticipaba la primavera, porque caía sobre mis párpados y porque prometía tiempos mejores.

Curioso.

Hoy volví a recordar ese momento. 

Salí a hacer unos mandados y cuando volvía a casa, las nubes empezaron a correrse y salió el sol.

Después de dos días de lluvia, salió el sol.

Eso fue todo. Pero miré hacia arriba y me acordé de ese día de hace treinta años.

Y pensé en la felicidad, en esos pedacitos de sol que a veces le arrebatamos a los días grises.


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