La feria y el telar. Recuerdos.

El sábado anduve recorriendo la feria artesanal de Belgrano. Hacía años que no iba por ahí.

Después de la muerte de mi mamá fui un día,  cuando Juan era bebé, para mostrárselo a sus compañeros. 

Porque claro, no sé si lo saben, pero mi mamá era artesana de telar y tenía su puesto en la feria de Belgrano.

A mi vieja le gustaban las manualidades. Cuando éramos chicas había aprendido con una amiga suya muy habilidosa. Estampaba manteles con sellos de corcho, de papa, de zanahoria; con moldes hechos sobre hojas canson, o usando hojas de los árboles como plantillas.

Y ahí empezó todo. 

Esas actividades se convirtieron en algo muy valioso. Un poco por la distrofia muscular que avanzaba y otro poco porque ¿para qué iba a trabajar si papá traía el dinero a casa? se fue quedando adentro.

A veces pienso en un pájaro enjaulado. Mujer de clase media, ama de casa y con pocas posibilidades de andar sola por el mundo.

Y cuando la situación económica se complicó creo que sus posibilidades se hicieron mas limitadas. Si antes podía pedir un taxi y salir ahora ni eso.

Para colmo caminaba cada vez peor, se caía más seguido, le costaba levantarse. El día que cayó sobre el cantero de madera y terminamos en la clínica con una doctora cosiéndole el labio tuvo que aceptar que no podía caminar más. 

Y entonces ya no quedó otra y llegó la silla de ruedas. 

Ahora sí, más que nunca, pajarita encerrada.

Pajarita triste.

Por esa época y por sugerencia e insistencia de mi hermana, empezó a tomar clases para aprender a tejer en telar con una profesora amiga que conocíamos.

Es impresionante cómo el deseo abre caminos impensados y como de las decisiones más simples surgen transformaciones impredecibles. Digo que donde el camino se termina, a veces alguien descubre la posibilidad de trepar y hacer un puente o de escarbar y hacer un túnel. 

Claro que, es necesario decirlo, no depende sólo del deseo. Mi vieja tenía las herramientas, la contención y el apoyo de los que la rodeaban para llevar su deseo a otra instancia. 

Yo creo que el telar fue la manifestación del deseo. Los colores y las texturas se combinaban en su mente y un rato después aparecían en el tejido.

Tejer caminos.

Ruanas, chales, bufandas, sacos.

Y entonces,  ahí sí, se animó a abrir la puerta para ir a jugar.

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El que la invito a emprender la aventura fue mi primo. Tipo habilidoso mi primo, ese verano había empezado a hacer títeres en goma espuma y se le ocurrió la idea de ir a vender a la feria de Belgrano.

_ ¿Te gustaría ir a vender tus cosas, tía? Vamos juntos _ ese más o menos fue el ofrecimiento. 

Y fueron.

Fuimos, porque la silla la llevábamos mi hermana o yo.

La silla de ruedas a mi mamá le permitía moverse sin miedo a tropezar y a caer. La silla de ruedas se convirtió literalmente en vehículo. 

Pero un vehículo que debía ser empujado, llevado, movido.

Durante muchos, muchísimos años, mi hermana y yo empujamos esa silla por todos lados.

De acá para allá,  en subidas agotadoras o en bajadas que nos aliviaban un poco; en empedrados, por el pasto; con frío, con calor. Mi vieja iba y nosotras la llevábamos.

¿Durante cuántos años habremos empujado esa silla?

Pensaba en eso mientras caminaba por la feria y saludaba a los compañeros de mi vieja.

¿Cuántos años? ¿Cuánta vida?

Ojo que lo pienso sin dramatismos.

Pero cuando el mundo es inaccesible para una persona con discapacidad, somos los familiares más cercanos los que prestamos literalmente nuestros cuerpos para lograr esa accesibilidad.

Me vienen a la mente tantas conversaciones con mi hermana para repartirnos las idas y vueltas del fin de semana. La que la llevaba, armaba; la que la buscaba, desarmaba.

"Tengo un cumpleaños, te cambio sábado a la noche por domingo a la noche".

"La semana pasada la llevé el sábado,  este fin de semana cambiemos".

Algo así era.

Nuestros tiempos, durante muchos años, se adaptaron a los tiempos de la feria. Tratábamos de continuar con nuestras vidas armándolas en los espacios que nos quedaban libres.

Trabajos, novios, amigos, ocupaciones, fiestas.

Sostener y vivir.

Muchos años armé y sostuve. Como pude. Absurdamente a veces.

Trataba de no involucrar a quién era por entonces mi novio, que tampoco tenía intenciones de involucrarse.

Me generaba culpa pensar que él pudiese modificar algo por mi situación. Así que trataba de no pedir, de no molestar. 

Salía, volvía tarde, dormía poco.

Trataba de cumplir con él y con mi mamá.

Mandatos...

_________


Al principio sólo iba como invitada. En verano podía ir todos los fines de semana porque muchos artesanos se iban a vender a la costa y había puestos libres. Después, cuando arrancó el año, era una vez por mes.

Entonces mi vieja armó un circuito propio. Una vez por mes iba a la feria de Belgrano, los siguientes fines de semana iba a plaza Francia y a San Isidro.

Íbamos. 

La llevábamos, armábamos.

A veces nos quedábamos unas horas haciéndole compañía, a veces todo el día. Pero otras veces la que armó se iba y la iba a buscar la otra.

Los días que no había feria, por lluvia o por el motivo que fuera, armaba una venta en casa. Galletitas, torta, algo rico, mate, espejo grande, la ropa en telar apilada aquí y allá y se armaba la venta.

Nosotras invitábamos a nuestras amigas, nuestras conocidas, o a las madres de nuestras amigas.

Mi hermana y yo, durante años, fuimos equipo.

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Después, con los años, logró fiscalizar para entrar oficialmente al circuito de ferias.

Esa mañana, a puro nervio, guardamos todo en el bolso, desarmamos el telar y lo subimos al remís.

La fiscalización era en el teatro San Martín. Muchas personas aquí y allá, armando, haciendo. 

La fiscalización consistía en demostrar que la producción era propia, que la persona sabía, entendía y podía elaborar sus artesanías.

Así que armamos el telar y mi mamá empezó aplicada. Una hebra y otra y otra. Era lindo verla tejer. Brazos y manos armando, dibujando.

Alguien pasó a su lado, miró detenidamente, hizo algunas preguntas y siguió con otro.

Siempre me impactó ver las caras de sorpresa de las personas cuando la veían tejer.

En el fondo muchos no creían.

Porque la discapacidad de mi mamá era una ventaja y una desventaja al mismo tiempo. Por un lado, era casi imposible rechazar a una persona en silla de ruedas que además tenía una producción tan buena. 

Por otro lado, las sospechas. 

¿De verdad esta mujer, con esos brazos que apenas si podían levantarse, era capaz de tejer todo esto?

Entonces los rumores se esparcían. Seguramente las hijas hacían todo, o la mayor parte.

Una tarde mi mamá llevó el telar a la feria y terminó con todos los correveydiles. Tenía que terminar un pedido enorme, creo que eran como cien bufandas para llevar de viaje. Las tenían que retirar el domingo a última hora por la feria así que todo el sábado y el domingo mi mamá tejió y tejió.

Un amigo feriante se acercó sonriente: "¿Quién dijo que Tamara no teje?".

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Es cierto que la previa era complicada.

Ayudar a mi vieja a vestirse, preparar los bolsos.

A veces, cuando las últimas ventas habían sido buenas, íbamos en remís.  Subirla al coche era cada vez más difícil, su cuerpo cada día respondía un poco menos. Y sin su ayuda era como tratar de levantar una enorme bolsa pesada. Alzarla unos centímetros de la silla y en un movimiento rápido empujarla hacia el asiento del acompañante. 

Teníamos técnicas para eso. La silla debía estar más alta que el asiento. Así que pedíamos al chofer que pegara el auto al cordón, poníamos la silla bien cerquita y ahí deslizábamos.

Para bajar era al revés. La silla tenía que quedar sobre la calle, más baja que el asiento del auto. Siempre era mas sencillo de arriba hacia abajo. Así y todo, con todas las maniobras, recuerdo varias veces habernos quedado con una puntada en la espalda o una molestia en la cintura. Pero por suerte éramos jóvenes, y se nos pasaba. 

Algunas veces,  cuando mi hermana y yo no podíamos ir, mi mamá le pagaba un poco más al remisero para que hiciera él el resto del trabajo, subirla y bajarla del auto, armar o desarmar el puesto.

Explicar a un remisero todas las maniobras, explicar cómo llevar la silla de ruedas, cómo subir a mi mamá, era complicado. Muchos se fastidiaban, ponían excusas, se enojaban.

Por eso, con el tiempo mi mamá llegó a tener dos remiseros de confianza. Carlitos durante un tiempo y Charly durante otro. Dos tipos gauchos, buena gente.  Y sobre todo pacientes.

Llevar en auto a una persona con discapacidad, llevarla con buen humor, con cortesía, es un acto de humanidad no tan frecuente. 

La silla puede rayar el auto, o estropear el tapizado. Si algo de esto les importaba siempre lo disimularon bien.

En casa siempre valoramos a nuestros remiseros. 

Otras veces, cuando el dinero era justo, viajábamos en tren y después caminábamos ocho cuadras. Una parte siempre estaba buena porque era cuesta abajo pero otra era cuesta arriba y en verano llegábamos desechas.

También podía ser que esperáramos el colectivo de piso bajo.

Y había que saber esperarlos.

Porque hace veinte años los colectivos tenían escaleritas ¿se acuerdan? Tres o cuatro escalones. Y cuando empezaron a aparecer los transportes para discapacitados, con piso bajo y espacio para la silla de ruedas, con suerte había uno o dos por línea. Al principio tenían una rampa que salía por debajo del piso y se extendía, pero se trababan mucho y después de algún tiempo ningún chofer las usaba. Y estaban los cinturones de seguridad en el rincón donde iba la silla, pero desaparecieron también.

Los días de feria, a la mañana temprano, mi mamá llamaba a la terminal de la empresa y ahí le indicaban la hora aproximada en que podía pasar el colectivo de piso bajo. Había que apurarse, porque si lo perdíamos estábamos fritas.

A veces se retrasaba, y había que esperar.

Y nosotras esperábamos.

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Pero ir a la feria era un placer. Sí señores.

Llegar, armar el puesto y comer en la plaza.

Le comprábamos a Bebi. Sanguchitos de milanesa o de carne. Y pedíamos en clavé, "sopita" y ahí nos íbamos con el vasito de vino para mi mamá. Eso era para los días de frío, días en los que a mi mamá la vestíamos con muchísima ropa. Volver a casa en las noches de invierno era la felicidad. Prendíamos el radiador y comíamos algo caliente.

Los días de verano en cambio eran bonitos en la plaza. La gente caminaba más, el aire era dulzón y los feriantes se quedaban hasta tarde. A veces eso traía discusiones porque mi hermana o yo teníamos nuestros planes para la noche y queríamos buscarla más temprano. 

Cuando había vendido bien volvíamos contentas y esa noche pedíamos comida a domicilio.

A mí mamá le gustaba vender, obviamente. Lo que ganaba en la feria lo usábamos en casa para comprar la comida y además necesitaba reponer materiales, comprar más lana.

Pero yo creo que lo que más le gustaba de verdad era el elogio, la admiración. Mi vieja era una buena tejedora y los clientes lo sabían. Porque tenía su público. Pero también,  al parecer, era buena escuchando y conversando. De hecho, algunas clientas a veces iban sólo para hablar con ella, para pedirle un consejo, para presentarle a un novio.

De aquellos días de feria siempre recuerdo la calidez y la generosidad de los feriantes. Mi mamá siempre fue una más y al mismo tiempo siempre la cuidaron con dedicación. 

Ayer, Teresa, una artesana de la feria, se acordaba de un día en el que estalló una tormenta de esas que nadie espera. Contaba que los hijos se pusieron a guardar todo lo de mi vieja y que Alberto, su esposo, la envolvió en un nylon enorme que andaba por ahí. Contaba Teresa que mi mamá se reía y decía que sólo le faltaba el moño.

Los días de lluvia eran difíciles. 

Si llovía de entrada, desde la mañana,  todo era más fácil para mi hermana y para mí. No había feria y punto. Madre con mal humor, qué se le va a hacer, cosas del clima.

Pero... si la lluvia no venía, si amagaba y no llegaba, si era apenas una lloviznita de nada, había que ir igual, como sea. Teníamos que armar y después, cuando nos íbamos, rogar para que el tiempo se sostuviera. Porque si llegaba a llover a media tarde había que salir corriendo a buscarla. 

Hubo noches en las que me acosté deseando que lloviera a cántaros, para poder dormir, para no tener que salir corriendo.

_______________

Ya en los últimos años todo se complicó.

A las dificultades motrices se sumó el problema de la vista.

Mi mamá veía bien de un sólo ojo y en general, ambos solían tener problemas. Hacía años que eso nos preocupaba. Turnos con la oftalmóloga, lentes de contacto, pinzas para depilar, gotas. De todo un poco. Los ojos de mi mamá siempre estaban rojos y llorosos.

Y un día pasó. Una infección y perdió la vista. 

Y no pudo ir más a la feria.

Fueron largos meses. Tenía que ponerse tres tipos de gotas cada cuarenta minutos durante veinticuatro horas. Con mi hermana nos turnábamos día y noche, hasta que al fin logramos ganar la batalla gracias a unas gotas nuevas, un preparado especial que se hacía en una farmacia de Barrio Norte. Eran tan caras que todos colaboraron, familia, amigos, artesanos.

Recuperó la vista pero no del todo, y ya no fue igual.  

Ahí comenzó el final.

Un tiempo después volvió a la feria pero no con la misma frecuencia. Los tejidos tenían errores. Errores que mi mamá nunca hubiera cometido si hubiese visto bien. 

Y después todo empezó a terminar. Como en los cuentos.

Algunos desvaríos, errores de la mente. Buscamos ayuda, mucha, pocas respuestas. Su médico de cabecera nos dijo que tenía demencia senil y esa fue toda su intervención. Para el sistema de salud mi mamá ya era un tema terminado, pero esa es otra historia que en otra ocasión podré contar.

Un día mi hermana la encontró en la cama respirando mal y no pudo despertarla. La noche anterior, había ido yo a acostarla y de verdad sentí que se estaba despidiendo. Como si supiera.

Finalmente fue internada y entubada. Supimos entonces que no era demencia senil, que fallaban sus músculos intracostales, parte de su enfermedad. El oxígeno no llegaba al cerebro. Como se dice vulgarmente, no le llegaba el agua al tanque.

Y unos días después llegó Juan y aunque no pude verla, desde una clínica a otra, por teléfono le conté sobre su nieto recién llegado, de sus cuatro kilos con doscientos cincuenta gramos, de sus ojos bellos, de lo hermoso que era. 

Fue mi hermana la que sostuvo el teléfono. Yo hablé un rato. Fue raro hablar sin respuestas. Dice mi hermana que mi mamá escuchó y que los ojos se le llenaron de lágrimas. 

Me aferro fuerte a esa imagen, porque es todo lo que tengo de ese final.

Durante un tiempo cambié los manubrios de la silla por los de un cochecito.

Y seguí cuidando. Esta vez es distinto,  claro. 

Juan crece y se independiza.

Descubre el mundo, suelta mi mano.

El sábado,  en la feria, anduve mostrando fotos de él. Prometí llevarlo algún día. 

A Juanito, el nieto de Tamara.


Comentarios

  1. La vida de feria tan particular... Y tan sacrificada... Hermoso... Seguro te escuchó

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  2. Cuantas tardes de feria inolvidables charlas con tamara .la artesana ,la mamá de grachu, la motorizada como.solia decirle y finalmente la abuela de mi bello juani

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  3. Muy hermoso y conmovedor,Clau!!!

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  4. Ay ay ay...qué relato de vida! La vida como un escenario donde se despliega el detrás de escena para el acto.
    Tanto amor, esfuerzo, tenacidad! Admiración profunda 🧡

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  5. Qué lindo leerte Clau. Conocer más de Tamara y sus chicas me hizo bien. Gracias 💜

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  6. Amiga, que bello leerte!!

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