El tiempo y los fuegos

"Ahora
en esta hora inocente
yo y la que fui nos sentamos
en el umbral de mi mirada"

Alejandra Pizarnik 


_ ¡Corré que lo perdemos!


Los pies de Juan se largan a la carrera para llegar antes que el  colectivo.  Yo corro también,  todo lo que puedo, pero de pronto lo veo a media cuadra.

Me apuro pero no hay caso. 

Juan se agarra del pasamanos y sube justo cuando estoy llegando. Le agradezco al chofer la espera y mientras busco la Sube y pago mi viaje me manda un rosario de consejos dedicados a una madre descuidada.

_ Dígale a su hijo que la próxima vez yo arranco. Si el sube sin usted no espero y arranco.

Amoroso el señor. "Se lo digo por su bien" me advierte, y como yo no puedo quedarme callada cuando algo me revienta le aviso que mi hijo sabe muy bien lo que hace y que no precisamos sus consejos.

_ Como quiera _ me dice.

_ Por supuesto _ le retruco.

Con toda la dignidad que puedo juntar camino por el pasillo hasta el asiento donde Juan me está esperando. Todavía respiro agitada y me desplomo en el asiento. 

El comentario del chofer me enoja un poco, pero lo que de verdad me molesta es haber descubierto que ya no puedo alcanzar a Juan en una carrera.

¿En qué momento pasó?

¿No fue hace poco que corríamos juntos y yo disminuía mi velocidad con disimulo para hacerle creer que me estaba ganando?

¿Cuándo fue que quedé rezagada?

¿Será que Juan corre más rápido o quizás yo corro más lento?

Quizás ambas cosas.

_ ¿En qué pensás má?_ me pregunta Juan. Me ve seria y quiere saber. Me conoce.

_ Pienso en la vida que es como una montaña_ le digo_ una montaña que primero escalamos y después descendemos. Vos estás escalando y yo ya empecé el descenso _ concluyo, y me río con amargura.

Juan me conoce. Hay cosas de las que es mejor reír que callar. Decirlas les quita el peso del silencio picando fuerte en el cerebro.

¿En qué momento?

_ Yo creo que en el medio hay una parte toda recta má _ me dice Juan para consolarme.

_ ¿Una meseta? _ pregunto para precisar.

Una meseta.

Puede ser, un par de años quizás, un par de décadas. A lo mejor el descenso comenzó hace tiempo pero no me había dado cuenta. 


El descenso. 

Tic toc las rodillas crujen.

Las canas que brotan por toda mi cabeza.

Los surcos alrededor de los ojos, las ojeras y esas marquitas odiosas alrededor de la boca.
Todo un informe visual.

Ni te cuento el quilombo que hay por dentro, todos los órganos amotinados. 

Así estamos.

Debería amigarme con esta nueva etapa, dicen algunas personas sabias. 

Amigarme. Mezcla de resignación y liviandad.
Porque al final de cuentas el paso del tiempo, además de ser inevitable, tiene algunas ventajas. 

La propia vida, el mundo, las personas que me rodean, todo puedo verlo desde otra perspectiva. 

Una mirada que me reconcilia con la que fui, con la que soy.

Hay mandatos que ya no tienen el mismo efecto sobre mí. Algunos comentarios, por ejemplo, ciertas opiniones, resbalan por mi cuerpo, caen al suelo y se desintegran sin haber sido cumplidos, ni siquiera meditados.

Eso es lo lindo.

Sentir por momentos que soy mi propia heroína.

Porque después de tantos temores y de tantas torpezas, después de haber resignado seguridades y de haber construido innumerables complejos, hoy descubro que esta es mi película y no, no estoy tan mal. 

Estoy bastante orgullosa del hasta acá.

Hubiese querido obtener todos estos aprendizajes antes, cuando aún podía ganarle una carrera a mi hijo. 

Hubiera o hubiese.

Entender ciertas cuestiones del pasado me fascina. Pero, no voy a negarlo, entender cuando esas cuestiones están tan lejos que ya no importan porque no afectan mi presente, es un poco decepcionante.

Qué interesante hubiese sido conocer y conocerme antes, cuando todo lo que soy estaba en juego.

¿Cuánto cambiarías de tu historia?

A veces se me ocurre pensar qué cosas hubiera hecho o dejado de hacer si hubiese tenido las herramientas que tengo ahora.

Si hubiese escuchado menos los susurros en mi oído, si hubiese tenido una mirada más generosa hacia mí, si hubiera valorado más algunas situaciones y si hubiese salido a tiempo de los lugares que no eran para mí.


Hubiera o hubiese.


¿Cómo sería hoy mi vida?

¿Si no hubiese vivido todo eso, tendría hoy las mismas herramientas?

Vaya paradoja.

Durante mucho tiempo creí que era por ahí la cuestión, que el sufrimiento,  las malas historias,  las heridas, servían para armarnos de experiencias para aprender a vivir.

No. 

No es verdad. No es necesario pasar por esos lugares. Quizás es inevitable, pero no necesario.
Los malos lugares, las malas personas, las malas historias, no nos hacen más fuertes ni más sabios. 

Los malos lugares, las malas personas, las malas historias, nos quitan el aire, los deseos. Son como espejos descompuestos que manipulan lo que vemos. 

No. Lo que me trajo hasta acá no fue todo eso.
Lo que realmente me trajo hasta acá fue todo lo bien vivido, lo disfrutado.

El abrazo a tiempo, los buenos amores, la valoración de lo que hice.

Si no hubiese vivido todo eso, no estaría aquí.


Los fuegos


Dice Galeano que todos somos como fueguitos, unos más poderosos y otros más suaves, pero todos tenemos nuestra llama.

Creo que algo así ocurre realmente. 

Creo que todo lo bueno se acumula y arde adentro de cada uno de nosotros. 

Cada vez estoy más convencida de que es esa llama y no otra cosa, la que nos salvó un día. 
Aunque sea mínima, aunque su luz sea azulada y produzca una leve tibieza, es esa llama la que nos acompaña toda la vida. 

Hay una mundo, una sociedad,  hay un sistema que nos quiere sin llama, sin luz.

Apagados.

Casarnos, tener hijos, dejar a los hijos en la escuela, ir a trabajar, no quejarse, cumplir, volver a casa, comer y dormir para empezar otro día.

Las llamas apagadas.

Las escuelas están repletas de niños con historias de llamas apagadas, de llamas que agonizan. 

Pequeñas chispas que aún sobreviven, silenciosas, a la espera de ser avivadas para que un nuevo fuego se encienda.

A veces ocurre que logramos construir un enorme fuego colectivo, un verdadero fogón de sueños, cada uno con su chispa. Pero sucede en un rato y no siempre se logra.

Los fuegos se entremezclan, contagian su calor, su luz, y aquello siempre produce gran belleza.
Fuegos majestuosos. 

Fuegos nuevos.

Fuegos amigos.

Pura pasión por la vida, esta vida, la de hoy,  con estas rodillas que crujen, sí, con este cuerpo más viejo, con este cuerpo que cuido tanto, porque es como un  leño que debe seguir ardiendo. 

Arder, arder y arder, durante todo el tiempo que sea posible. 


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