Una soledad propia

Un mensaje de whatsApp llega por la noche.

"Estoy colapsada" me dice y me siento hermanada.

Yo colapso.

Tú colapsas.

Ella colapsa y todos colapsamos.

Sostengo, aliento, cuido, organizo.

Y un rato después colapso.

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Primero se atrapan los platos, cae uno sobre la palma de cada mano. Inmediatamente después se apilan los otros. Luego llegan las tazas, ahí se hace más complicado, algunas se acomodan sobre la pila de platos pero para el resto extendemos los dedos meñiques y las atrapamos por las asas. Finalmente viene la cafetera. Cae justo sobre la cabeza.
Perfecto. Ahora, a caminar o mejor aún, subir a una "monocleta". El número está concluido, y no hay aplausos. 

Cuidado al respirar, prohibido estornudar y no olvides sonreír. Sonreír mucho. 

Siempre sonreír.

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Ahora me viene un recuerdo. Aquel día, hace casi veinte años, cuando por fin pudimos mudarnos con mi mamá y mi hermana, yo colapsé.

La gente le dice ataque de nervios.

Yo lo pienso como un momento de fragilidad furiosa.

De pronto me encontré rodeada de cajas, bolsas y muebles apilados, sin saber por dónde ni cómo empezar a reconstruir, a armar. Lo único que pude hacer fue explotar y llorar de impotencia. 

Mi hermana me vio, entendió y me mandó a pasear, literalmente, a tomar aire. Cuando regresé, lo más importante para comenzar a habitar estaba hecho. Los utensilios de la cocina, la mesa, las camas. Lo demás fue de a poco.

Siempre recuerdo el alivio que sentí.

Porque ese día necesité apoyo, necesité un sostén, un plan prestado, un descanso. 

Todos alguna vez lo necesitamos. 

Ese día mi hermana me rescató.

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Hay días en los que desearía encerrarme en una habitación y no salir por mucho tiempo. 

Hay de esos días en los que quisiera que todas mis decisiones (y mis indecisiones) se trataran sólo de mí y de nadie más.

Hay días en los que los títulos y las responsabilidades me pesan.

Hay días en los que quisiera vivir sola.

No hablar con nadie. 

No preocuparme por nadie.

No pensar en nadie.

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La ropa limpia, la tarea de último momento, eso que hay que comprar urgente y ya se hizo tarde, y siempre qué comemos esta noche.

Hay días que el peso pesa y quisiera soltar todo.

Eso me provoca culpa, y ansiedad.

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Quiero ser absolutamente clara en este punto. 

Ser mamá es lo más bello de mi vida.

Ser mamá es una de mis mejores versiones. 

Y no imaginaría este mundo sin la mágica presencia de mi bello Juan. 

Es que simplemente a veces no puedo.

Es que a veces, no me sale bien.

A veces me canso.

Quisiera un recreo, una isla, un descanso.

Y no sentir tanta culpa.

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Digo todo esto no sin culpa sino pese a la culpa. A veces quiero cosas para mí y la maternidad es un trabajo de jornada completa. Veinticuatro horas.

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Cuidar.

Siempre.

Una ¿tarea? ¿actividad? ¿responsabilidad? Tan feminizada.

Se aprende con las muñecas, y no se olvida nunca más.

Siempre hubo alguien a quién cuidar. Primero fue mi mamá, y después fue mi hijo.

Fue casi como un pase de manos. Alguien se fue y alguien llegó. 

Y seguí cuidando. 

No es lo mismo, por supuesto.

Pero son décadas de vida cuidando a otras personas. 

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Una equivocación, una mala decisión de quien cuida puede torcer el rumbo de los acontecimientos.

El destino de una persona en manos de otra que protege, enseña, ayuda.

"Sabés que podés confiar en mí", le digo.

Me dice que sí, que sabe que puede contarme cualquier cosa.

Pero no me cuenta nada.

Me pregunto quién de los dos es el más vulnerable hoy.

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Juan es una luz pequeña y enorme que cada día brilla con mayor intensidad. Amo su luz. Pero a veces me gustaría tener más tiempo para contemplar mi propia luz.

¿Tan egoísta puedo ser?

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Una vez, en una conversación, mi mamá dijo que sus años más felices fueron cuando vivía en San Fernando. 

Mi mamá vivió en San Fernando cuando era joven y soltera, cuando vivía con sus hermanos y trabajaba en una fábrica y militaba y cuando iba a los bailes con la barra de amigos y se reía a carcajadas. 

Después se casó y llegamos mi hermana y yo. La familia. 

Con mi hermana siempre nos reíamos y le reprochábamos esa frase para nosotras poco afortunada. Creo que trató de disculparse aunque no demasiado. 

Y ahora creo que no era necesario. 

Estoy segura de haber sido muy amada por mi mamá y también sé que le dimos mucha felicidad. 

Y sé que eso no se contradice ni un poquito con todo lo otro.

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Y ahora me acuerdo de lo feliz que estaba mi mamá cuando empezó a tener su propio taller.

Unos meses después de la muerte de mi papá, mi mamá empezó a usar la ante cocina como taller. 

Hasta ese momento todas sus cosas de telar estaban distribuidas en distintos lugares de la casa. Algunas bolsas con lana en la pieza, un telar y más bolsas en el comedor y así.

La ante cocina era un pequeño espacio con una mesa redonda y paredes de vidrios pequeños, una especie de jardín de invierno. No se parecía mucho a un taller pero era lo más cercano. 

Y un par de años después, cuando vendimos la casa y se mudó al departamento en el que hoy habito, pudo apropiarse de una habitación completa y hacer su taller allí.

Fue ahí que me confesó la envidia que le daba escuchar a los otros artesanos hablar de sus talleres. Pero ahora tenía uno. Y hasta diplomas tenía colgados.

Un cuarto propio, como dijo Virginia Wolf.

Una soledad propia.

Como la que añoro tener en ocasiones. 

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Ahora mismo me acuerdo de los años en los que viví sola.

Vivir sola fue para mi gran deseo cumplido.

En algunos momentos creí que no iba a pasar. La vida familiar era difícil y las dificultades económicas complicaban cualquier atisbo de independencia. 

Estaba atrapada en una casa enorme y destartalada junto a mi mamá en su silla de ruedas. Como en una película de suspenso, así me sentía.

Vivir sola era un sueño. Tener mi casa propia, mis reglas, mis silencios, mis tiempos.

Y cuando se hizo realidad disfruté cada minuto de esa soledad.

Recuerdo largas mañanas de mates y la mirada que escapaba por la ventana del quinto piso. Pasaba por allí una bandada de palomas, para un lado y para el otro.

Mis ojos se subían a sus alas.

Mis ojos que escapaban.

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Volver de una fiesta, zambullirme en el sillón y fumar un pucho, eso me hacía feliz. 

Y si la noche había sido un desastre, mayor era la felicidad de estar en casa.

Otras veces llegar a casa era regresar del mundo, de las presiones, de la explotación laboral y de cuidar a otros. 

Mi casa entonces era recreo, descanso.

Mi cueva era un lugar donde guarecerme de la lluvia y del frío.

Amparo, eso que todos necesitamos a veces.

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En algún momento de nuestras vidas nos vendieron historias dulces. Muy dulces.

En el cine, en la publicidad y hasta en el seno de la propia familia. 

La felicidad, creíamos, estaba en cumplir con ciertas metas.

Como en el Show de Truman, la sonrisa y la satisfacción eran sinónimos de una buena vida.

Estrategias para que fueramos libres de ser sumisas.

Aprendimos a romantizar el amor. Aprendimos a creer que sólo el amor nos completa, nos guía. 

Aprendimos a romantizar la maternidad. Panzas felices, bebés sonrientes, madres hermosas.

Aprendimos a romantizar la vida del hogar, la mujer que todo lo puede.

Aprendimos a romantizar y a no quejarnos. Porque si algo nos costaba, nos generaba malestar o angustia era por nuestra grandísima culpa.

¿Cuánta felicidad simulada consumimos?

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La felicidad absoluta. 

Simulacro del sistema para que nuestros treinta milisegundos de vida en la historia de la humanidad no estorben.

Vidas efímeras.

Nuestras vidas.

No podemos perder tiempo mintiéndonos.

No podemos perder tiempo en felicidades inventadas.

La vida es otra cosa.

Con sus angustias y sus temores, con sus arrepentimientos y sus contradicciones.

Renunciar, lamentar, equivocarse son nuestros derechos más humanos. 

Somos valiosas por todos esos pliegues que nos habitan.

Somos, precisamente, por nuestras dudas y nuestros temores.

Amamos y a veces esos amores cuestan.

Hablemos entonces de las emociones y de los miedos, de lo que sí y de lo que no. 

De lo que tal vez. 

De lo que no pudo ser.

Abrir, decir.

Mostrar.

Me ampara el amor y lo sé. Lo siento.

A veces el amor me pesa, me duele, me incomoda pero otras veces me fortalece, me abraza y me sostiene.

Y en ocasiones, todo eso al mismo tiempo. 






Comentarios

  1. Gracias por siempre permitirnos leerte, Clau.

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  2. Necesitas TU SITIO YA, ahí donde pasar una o dos horas y contemplarte, largar a volar tus sueños, con un buen café o matecito. Hacer lo que te placer <3..

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  3. Clau, en algunos pasajes me sentí tan identificada!! Siempre cuidando.... Beso muy fuerte❤️

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  4. Me reencontré con temas que estaban dormidos, muy identificada con tus palabras. Gracias Clau.

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