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El cuerpo

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Estas parada frente a un espejo y mirás tu cuerpo. Te pones de frente, te pones de perfil, tratas de esconder la panza durante un rato, hasta que la respiración contenida explota en una exhalación en tu boca, y tu panza vuelve a liberarse de la opresión. No te gusta tu cuerpo. No te gusta mirarte. Antes sí, cuando tu piel era elástica, cuando tus senos se erguían pequeños y firmes, cuando tus piernas eran sólidas, atléticas. Antes. Cuándo fue antes? Cuándo pasó eso? Cuándo fue que verdaderamente amaste ese cuerpo?  Cuándo...? Algún retazo de recuerdo, una vieja sensación. No alcanza. No te hagas trampa, esto es en serio. No se trata de un instante, sino de un tiempo real. Es que, si lo pensas un poco, es probable que tu cuerpo, ese cuerpo que ahora añoras nostálgicamente, no sea realmente tu propio cuerpo. Quizás sea el cuerpo de alguna modelo. Sí, exactamente. Una bella modelo que vende en alguna revista la ilusión de poseer algo tan hermoso como esos jeans, aquel perfume, esos zapato

Las manos de mi mamá

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Juan duerme la siesta y yo aprovecho para leer, pensar, pavear. A veces también duermo. Amo dormir la siesta. Hace muchos años en mi casa existía el hábito de dormir siesta. Todas las tardes. Era un momento raro del día. La casa de pronto se quedaba completamente silenciosa. No había tele, ni voces, ni una conversación. Yo era una nena de unos de unos seis o siete años y tengo que reconocerlo, por entonces la siesta no me gustaba para nada. Mientras mis papás dormían, con Grachu nos quedábamos jugando en la pieza, con la puerta cerrada.  Hasta la casa parecía dormida, y era entonces cuando nuestras fabulosas historias crecían entre muñecos, cajas de zapatos que para nosotras eran carretas y los pobres libros de mi papá que se transformaban en las paredes de alguna casita. Después, ellos se levantaban y volvían los ruidos, las voces. Era como si la vida volviiese a ocupar cada espacio, cada rincón. Aquella tarde mi papá no durmió la siesta, ni me acuerdo dónde estaría. Grachu tampoco an

Los genios se van

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 Es casi inaceptable, pero así de golpe, un día, se va uno, después otro, y así. Uno a uno. Claro, me dirán, como todo el mundo. Todos nos vamos en algún momento. Los hijos de puta también se van. Los indiferentes. Las grandes promesas. Todos nos vamos. Sí, es cierto. Y los genios también se van. Sin embargo sucede algo maravilloso cada vez que un genio, un maestro, un artista deja este mundo. Algo especial que trasciende la vida y que relativiza la muerte, que coloca en un espacio atemporal sus almas hermosas. Sucede la obra de arte, sucede la creación.  Allá seguirá escapando la Cándida Eréndida de su abuela desalmada, mientras Remedios la Bella vuela entre sábanas y deseos. El patriarca seguirá oscuro su destino en tanto que Fermina y Florentino continuarán yendo de aquí para allá con su amor de altamar. El coronel esperará siempre una carta y la muerte anunciada, por más que leamos una y mil veces, nunca podrá evitarse. Así es el arte, por suerte para nosotros. Pensar en Gabo y sen

Mamá

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Nunca fue fácil ser la hija de mi mamá.  Mi mamá: Un ejemplo, una fortaleza viviente, un símbolo de lucha y autosuperación. Un monumento. Nunca fue fácil ser la hija de ese monumento. Diría más: No fue fácil sostener un monumento. Mi mamá, la del bello nombre musical “Tamara”, todo con A, raro de encontrar en mujeres de su generación, lógico sin embargo para una mujer descendiente de rusos polacos. A caballo Tamara, recorriendo su infancia en un mundo de “gauchos judíos”. Tamara la militante, la obrera, la defensora de un mundo mejor, la que caminó los barrios, recorrió calles y callecitas, siempre enamorada de algún compañero de “la causa”, creyendo poderosamente, ardorosamente, en cambiar el mundo. Mi mamá, la del diagnóstico fatal, allá lejos, hace más de cuarenta años, “Distrofia muscular progresiva”.  La que no se quedó quieta y llorando, la que se auto inmunizó de su propio mal y lo negó hasta creer que no existía.  La que se casó y tuvo dos hijas, fingiendo que nada pasaba. Mi m

A rodar y a rodar mi vida

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"El lunes empecé patín. Y estoy feliz, con esa felicidad que se te mete adentro y rebalsa por toda tu cara.    Hacía rato que andaba con ganas, y Silvana me dio un empujón. Así que fui hasta la baulera y desempolvé mis viejos patines Leccece. Fer los ajustó y me los puse. Empecé a hacer equilibrio, apenas, sobre el parquet.    Fer dice que mi cara era la de una nena de diez años, y yo vi, de verdad, en el fondo de su mirada, que miraba a una nena de diez años.    Yo creía que mi infancia había sido una verdadera cagada. De verdad. Siempre que me acuerdo es un bajón y agradezco estar aquí y ahora, dónde y cómo yo estoy eligiendo.     Pero con los patines es diferente la cosa…  porque la pasaba muy muy bien: la calle, la vereda de cemento lisito del almacén mayorista de Toto, que iba bien en bajadita, el viento en la cara, la velocidad, la risa. Y la barrita de chicas que salíamos a andar en patines y los varones que andaban en bici. Estaba bueno…    Se lo conté a mi hermana: la muy