Es un buen tipo mi viejo

 

Ya estoy grande papi, ya estoy grande. Cuando vos tenías mi edad yo ya estaba en cuarto año, una adolescente hecha y derecha. Si habremos peleado en esos años. Nuestra comunicación era difícil, y por momentos, fue casi imposible. 

  Cuando era chiquita, en cambio, no podía enfrentarte ni decirte nada.

  Te tenía miedo. 

  Vos con esa voz cavernosa y esa mano pesada. 

  Tengo presentes todas y cada una de tus palizas, y todavía cuando me acuerdo, duelen. Es la verdad. Son dolores que quedan por ahí en alguna parte del cuerpo y cuando el día se pone complicado, a veces vuelven a doler.

  En casa justificábamos todas esas violencias explicando, y explicándonos, que éramos muy apasionados, pero a la distancia empecé a entender la diferencia entre pasión y violencia. Ojalá hubieras podido abrazarme y decirme "te quiero" con toda la pasión.

  Pero en la adolescencia empecé a perderte el miedo, cosas que pasan cuando uno es joven, y aunque tu mano seguía siendo pesada, yo me animaba a desafiarla.

  Me acuerdo ahora de varias discusiones. Siempre en tono alto, siempre con algún "BLUM!" de la puerta cuando me iba indignada, furiosa, dolida.

  Y sí, discutimos bastante en aquellos años. De política, de la vida, de literatura.

  Tuvimos un momentón cuando empecé a leer a Sartre. Estaba metejoneada con un pibe al que le encantaba y ahí fui yo al taller literario que hacía por esos años con el pedido: "leamos a Sartre". Era la más chica y se me concedía todo. Leímos Las moscas y varias obras de teatro. Yo estaba fascinada. 

  En cambio a vos no te gustaba Sartre, decías, aunque nunca lo habías leído. Pero no te gustaba su derrotero político e ideológico y punto. No lo ibas a leer nunca y eso a mí me indignaba.

  Lo que nunca entendí es por qué por esos días apareció, sobre la mesa de la biblioteca, una edición viejita de La náusea, que devoré con devoción. 

  Hacías esas cosas. Me dejabas por ahí algo que sabías que yo quería. Cuando empecé a fumar a escondidas, en la puerta de mi pieza empecé a encontrar algún Marlboro, que era lo que yo fumaba.

  Vos en cambio fumabas Jockey. En algún tiempo fueron los Benson, pero después se puso complicada la economía y cambiaste a unos más baratos.

  Ahora me estoy acordando de otras cosas. Cuando volvía de noche de la escuela de periodismo. Volvía como a las doce de la noche y tenía bastante miedo. Nunca logré que fueras a buscarme a la estación, pero cuando daba vuelta la esquina estabas ahí, sentado en la parecita baja del cantero de la puerta de casa. Yo me sentaba a tu lado y fumábamos un pucho cada uno. Después entrábamos.

  Nunca me decías que estabas ahí por mí y yo aprendí con los años a leer en clave esos gestos.

  Tu orgullo cuando yo usaba tus libros para estudiar. Nuestras conversaciones sobre literatura. 

  En realidad los libros siempre tuvieron una habitación propia, incluso antes que la tuviéramos mi hermana y yo.

  La biblioteca fue siempre tu lugar y lo compartías. 

  Tenía diez años cuando descubrí que me fascinaba leer. Vos prestaste atención y sin muchas palabras fuiste pasándome uno a uno, los libros rusos que pensabas, podían gustarme: Los tres gordinflones, de Yuti Olesha; La escuela, de Arcadi Gaidar y algunos otros.

  También me acuerdo de tu emoción cuando me recibí de periodista. Me regalaste un reloj pulsera muy bonito. En casa no había un peso, pero a veces el regalo comprado era la única forma que tenías de mostrar tu cariño. 

  Como aquella vez que me regalaste el grabador de periodista. Habías observado los malabares que hice para ir a entrevistar a un político bastante conocido. Tuve que pedir un grabador viejito que sólo funcionaba con cable, y a vos eso te rompió el corazón. Gastabas lo que no tenías, y mami se indignaba.

  En los últimos años la convivencia se volvió más difícil. Yo creo que tus heridas y las mías provocaban regueros de pólvora. A mí me faltaban abrazos tuyos y creo que a vos te faltaron mucho más los de tu viejo, mi zeide.

  Después te fuiste. Te empezaste a ir de a poco. Tu cuerpo había recibido todos los embates de quién no podía, no pudo. Estaba tan dañado y finalmente te fuiste.

  Con el paso del tiempo y muchísimos años de terapia aprendí a perdonarte, aprendí a reconocer tus cicatrices, tus dolores. Había cosas que simplemente no podías. 

  Todavía duele, pero ya no estoy enojada.

  Y te quiero. Siempre.


Comentarios

  1. Lindo leerte.
    La palabra también sanan las heridas de aquellos que hicieron lo que pudieron,dieron lo que recibieron...con los años y terapia uno sobrelleva con menos dolor ,con más comprensión esas vivencias.

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  2. amiga querida!!! te Abrazo!! que fuerte lo que escribiste!! que bueno no estar enojada!!!! te quiero mucho,Clau!!

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