Historia de zapatos
Hace muchos, muchos años atrás tuve un par de zapatos.
Uno solo.
En esa época no tenía un mango y comprarlo fue todo un esfuerzo.
Lo compré el día que me recibí de periodista en TEA. Un lindo par de zapatos de nobuck negros y con tacos altos y cuadrados.
Mi tía me había regalado la ropa para la entrega de diplomas, ropa sastre: una bermuda azul de vestir, un blazer de mangas cortas y una blusa negra.
Así que yo me compré mis zapatitos negros.
Desde entonces podría decir que esa ropa, con alguna que otra combinación, y ese par de zapatos, durante años fueron mi única ropa de salir.
Pero claro, con el tiempo la ropa se gastó, mi cuerpo cambió y la ropa pasó a nuevas manos.
Pero los zapatos no.
Los usaba para todo: Para ir a trabajar, para salir.
Tanto los usaba, a tal punto, que uno de los zapatos, el derecho, tenía moldeada la forma de un callito en el dedo chiquito.
Una vez a uno se le rompió el taco.
Otra vez, se volvió a romper el taco.
Varias veces terminé sentada en una zapatería, rogando que me hicieran un arreglo de urgencia.
Como aquella vez, sobre avenida Rivadavia, a unas cuadras del la facultad, esperando que el zapatero, muy amablemente y luego de mis reiteradas súplicas, pusiera clavos a modo de improvisada solución.
Los zapatos se siguieron rompiendo. Yo los llevaba a la zapatería, como quién lleva una mascota amada y moribunda a la veterinaria, rogando con la mirada llena de dolor y angustia. Mi zapatero de confianza, un viejito macanudo, hacía lo que podía. Miraba, asentía, anotaba algo y me decía cuando ir a retirarlos.
Esto pasó un par de veces, hasta que finalmente un día dejó de asentir.
"No hay nada que hacer" me dijo "si querés no los tires todavía. Guardalos hasta que te animes y puedas hacerlo".
Me fui triste.
Eso pasó hace mucho tiempo.
Por ese entonces la situación económica en mi casa era terrible. Y además yo tenía un trabajo lamentable en el que me sobreexplotaban.
Tener un par de zapatos lindos y cómodos era todo para mí.
Unos días después fui con una amiga a comprar a un lugar especialmente barato, un par de zapatos nuevos, muy sencillos y muy malos. Ese par me duró poco tiempo, y a ese par le sucedió otro que también me duró muy poco, y así.
Siempre con un sólo par de zapatos. Pero ninguno como aquel par de zapatos de nobuck.
Cada tanto me acuerdo de esa historia, que para muchos seguramente no llegará ni siquiera a ser una anécdota.
Pero en mí el recuerdo de esos zapatos despierta una cantidad tremenda de imágenes, emociones y sensaciones.
Creo que el miedo a perder mis zapatos era el miedo a perder lo único, LO ÚNICO, que yo sentía que me llevaba a todos los lugares que necesitaba ir.
Porque yo necesitaba trabajar, y necesitaba ir a estudiar. Y sí, a veces también necesitaba salir.
Hoy no me sobran los zapatos y sin dudas estoy muy lejos de parecerme a la Carrie Bradshaw de Sex an the city. Pero eso sí, ya no corro por mi único par de zapatos.
Algunos dicen que mirar hacia atrás no aporta nada. Yo creo que comprender el pasado nos ayuda a valorar lo que tenemos, a entender quiénes somos, y de dónde venimos.
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