El día de la patria

El 25 de mayo siempre era un día muy raro, un día fuera del tiempo y la rutina.

En casa nos levantábamos temprano, pero no tan temprano, había muchas corridas y un poco de nervios. Los cuatro nos preparábamos para ir a la escuela.

Ese día había acto, y como era habitual, mi hermana tenía un papel en alguna obra. Las maestras elogiaban su soltura y su gracia en el escenario. Por aquellos años comenzaba ya a perfilarse lo que con el tiempo sería su vocación.

Una vez, me acuerdo, una de las chicas que tenía que actuar faltó y mi hermana, que hacía de dama antigua, empezó a improvisar junto a otra compañerita para suplir la ausencia. Eran muy chicas y pudieron resolver y terminar la obra casi sin tropiezos. Las maestras estaban emocionadísimas y las felicitaron mucho.

A veces también actuaba yo, aunque menos. Una vez me tocó hacer de negrita, y sí, me pintaron la cara con corcho quemado. Yo tenía que decir: "limpio pol aquí, limpio pol alá" con gracia y simpatía. Creo que le debemos un larguísimo pedido de disculpas a toda la comunidad afroamericana, por la esclavitud, por el maltrato, por el silenciamiento y también por estos personajes espantosos.


Me acuerdo que mi vieja nos cosía las polleras largas con sábanas viejas. No amaba demasiado la costura, así que entiendo que todo ese trabajo era un gran acto de amor maternal.

La verdad es que no quiero caer en lugares comunes, pero me resulta inevitable. Porque ese día era para nosotros una verdadera fiesta. Es más, ese día las maestras estaban menos maestras, super sonrientes y más relajadas.

Y lo mejor, lo más lindo era que al final del acto la cooperadora siempre nos ofrecía pastelitos y chocolatada.

Al mediodía terminaba todo, y entonces nos íbamos los cuatro al club, al Mendele, que estaba a tres cuadras de la escuela. Ahí nos esperaba el locro del 25, o al asado del 25 o al guiso del 25, la cosa era comer y divertirse.

Mi viejo sacaba del baúl del auto una bolsa de mandados con los platos, los vasos y los cubiertos. Pero una vez la bolsa se desfondó y todo se cayó al piso. Fue tremendo. El ruido, los platos hechos añicos y el enojo de mi viejo. Cuando llegamos al club nos tuvieron que prestar toda la vajilla y zafamos. Durante años mi mamá recordó esa escena, ese momento; la bolsa que se rompía, los platos cayendo y desparramándose por la vereda, el enojo de mi papá, y entonces nos contagiaba de esa risa maliciosa que tenía cuando se burlaba de las desgracias ajenas.

En el club nos esperaban dos mesas muy largas, hechas con tablones y caballetes y forradas con papel afiche. La gente iba llegando y se sentaba dónde podía, dónde encontraba lugar. Me parece que había algo de baile y canto y seguramente algún discurso acerca de la libertad, pero no recuerdo.

Sí me acuerdo que mi hermana y yo, después de comer, nos íbamos al patio y jugábamos con los otros chicos durante toda la tarde, excepto cuando nos avisaban que el helado estaba en la mesa.

Volvíamos a casa al atardecer, cansados y creo que felices en nuestra pequeña felicidad.

Ahora, muy a la distancia, pienso en todo lo que ocurría a nuestro alrededor en aquellos años, la represión, los secuestros y la muerte y el miedo.

Pero pienso entonces que allí estaba la escuela, con sus maestras, con su cooperadora, formada por las familias y por docentes; y que más allá, muy cerquita estaba el club, con sus  socios y su comisión directiva.

Yo creo que para mis viejos y para toda esa gente que nos rodeaba, en aquel momento aquellos eran verdaderos espacios de encuentro, eran pequeños refugios de sociabilización, de organización y de camaradería.

Aquellos, señoras y señores, aquellos eran nuestros simples espacios de resistencia cotidiana.
 




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