La UBA, mi hogar

Una vez, hace muchos años, llegué a la Facultad.

El día que por primera vez anduve por los pasillos de Filo temblaba de emoción. Todo era inmenso, inabarcable para mis ojos ávidos y curiosos.

Me había anotado en Teoría Literaria. Cuando entré me encontré con un aula gigante, enorme, repleta de estudiantes.

Y ahí empezó la aventura.

Esos primeros días fueron de puro asombro.

Muchas veces antes me había sentido mal. Yo era un bicho raro, y los bichos raros pueden ser ignorados y también, molestados.

Así fue siempre.

Pero entonces llegué a Puán y allí había muchas personas tan absurdas como yo, a quienes también les daba felicidad hablar de libros, de literatura y de lenguaje.

En las clases de gramática escuchábamos a Kovacci y hacíamos chistes entre nosotros  sobre el esquema arboreo de Chomsky y decíamos que un día nos íbamos a hacer remeras con la frase: "La mesa come carne".
Nos sentíamos parte de algo que era muy nuestro.

La biblioteca de Puán, las aulas, cada clase. Todo era mágico.

¿De qué me acuerdo especialmente?

De las clases de David Viñas, sobre Facundo y Martín Fierro. Un goce escucharlo.

De Alejandro Raiter y Julia Zullo y todo lo que empecé a entender (porque sigo aprendiendo) sobre el uso del lenguaje como herramienta política.

De Martín Menéndez y el descubrimiento que fue para mí la Gramática textual.

De Daniel Link con ese programa tremendo sobre literatura de la década del '60 y de Carlos Gamerro con la locura de los beatniks.

De Armando Capalbo, de Nicolás Rosa y de tantos y tantas docentes impresionantes.

Era tanta la felicidad que nada me amedrentaba, ni las dificultades económicas que por aquellos años eran constantes, ni la distancia que tenía que atravesar para llegar cada día a mis clases.

Yo vivía bastante lejos de Filo, a dos colectivos. Era un viaje de hora y media, o más. Entonces, para mi suerte, conseguí un trabajo muy cerca de la Facu, un trabajo terriblemente explotador, pero que estratégicamente contribuyó a que pudiera sobrellevar esa distancia.

A veces salía de trabajar y me quedaba mucho tiempo hasta la hora de cursar. Entonces compraba un sanguche, un café, y buscaba un aula, o iba al patio, y ahí leía un rato, o estudiaba. Y cuando no daba más de sueño, apoyaba la cabeza sobre mis brazos en un escritorio y dormitaba un rato. En muchas ocasiones tomaba mate con los chicos de otras agrupaciones mientras charlábamos.

Y entonces se sumó la militancia política. El Centro de estudiantes, y la junta departamental, claro. El cogobierno universitario.

Armar una agrupación, construir junto a otros un frente político, discutir, tejer alianzas, acuerdos, rosquear lindo, hacer campaña en elecciones, ser parte de un Centro de estudiantes universitario, ser represente de mis compañeros, discutir con los profes, resolver.

Construir.

Una madrugada, después de terminar el conteo de votos adentro de la Facultad, salí a la puerta y miré fascinada.
Puán era una marea, era "La marea", así se llamó nuestro frente de izquierda. Salí y grité los números de nuestra victoria. Todos saltaban, me abracé con mis compañeros.

Todo lo que aprendí en esos años de militancia me llena de un enorme orgullo.

En esos pasillos, en esas aulas, además de aprender, de estudiar, de crecer, también amé lindo y tuve amigos y amigas que me abrazaron y me cuidaron cuando lo necesité.

Cómo olvidar nuestras charlas con cerveza y picada en Platón, o en Boquitas Pintadas. Cómo olvidarme del bar de la Coope?

Si digo que durante esos años la UBA me recibió amorosanente, me albergó, me cuidó y me enseñó a andar, no exagero en nada.

La facultad durante muchos años fue mi lugar en el mundo. Mi espacio. 

Mi proyecto de vida.

Felices 200 años UBA querida!!!




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