Por qué escribimos: el dedo y la palabra


—Llevan mucha prisa —dijo el Principito —. ¿Qué buscan?
Hasta el hombre de la locomotora lo ignora —dijo el guardaagujas.
Y un segundo rápido iluminado rugió, en sentido inverso.
—¿Vuelven ya? —preguntó el principito.
—No son los mismos —dijo el guardaagujas—. Es un cambio.
—¿No estaban contentos donde estaban?
—Nadie está nunca contento donde está —dijo el guardaagujas. 
Y rugió el trueno de un tercer rápido iluminado.
—¿Persiguen a los primeros viajeros? —preguntó el principito.
—No persiguen absolutamente nada —dijo el guardaagujas—. Ahí adentro duermen o bostezan. Sólo los niños aplastan sus narices contra los vidrios.
—Sólo los niños saben lo que buscan —dijo el principito.

                           El Principito, capitulo XXII

Es casi el mediodía y estoy cocinando. Escucho la radio, lavo un plato, pelo una cebolla, y entre una cosa y otra, enchufo la minipimer para procesar algunos pedacitos  de zanahoria.

Apreto un botón y el aparatito hace lo suyo. Al rato tengo un montoncito de zanahoria picada. Entonces con un dedo, el índice, empiezo a sacar los restos de zanahoria que quedaron atascados entre las cuchillas. Meticulosa y obsesiva, escarbo los recovecos, hasta que de pronto observo que el cable sigue en el enchufe, y que mi dedo índice, el de la mano que sostiene la maquinita, está aún al lado del botón, listo para apretar. Una imagen de lo que podria suceder alcanza para que saque el dedo rápido y lo aprete dentro de mi puño cerrado contra mi pecho, como si toda la mano quisiera protegerlo.

Todo mi ser agradece que ese dedo siga ahí.
No pasó nada, por suerte.

Un gesto mecánico, apretar sin querer, sin pensar. Hubiese sido el desastre.

Me pregunto ahora cuánto pueden cortar esas cuchillas y las imágenes de lo que podría haber sucedido me horrorizan más.

Trato de retomar mi labor, mientras pienso en la cantidad de cosas que hago habitualmente de manera rutinaria, inconsciente.

Piloto automático, le dicen.

¿En cuántos momentos del día funciona el piloto automático?
¿En cuántos momentos de la vida?

Hacemos, actuamos, accionamos.
La vida nos apura, el mundo nos apura, el sistema nos apura.

Hacer rendir el tiempo, aprovecharlo.
Exprimir el tiempo para terminar el día cansados pero sintiendo que somos útiles, valiosos.
Hicimos.
Hacemos.

¿Cuántas veces quisiste poner en cámara lenta la vida?

¿Cuántas veces sentiste que el ruido y la velocidad te dañaban?

Algo así probablemente fue lo que sentí cuando nació Juan. Había surgido en mí un universo propio, con otro tiempo, otro ritmo, un universo en el que todo era muy lento, en el que cada acción iba acompañada de emociones y pensamientos. Aquel universo íntimo estaba permanentemente en conflicto con el mundo de afuera, ese que me repetía una y otra vez que me apurara porque no me iba a esperar.

Creo que fue por entonces que empecé a escribir.

Aunque no lo sabía, prácticamente de manera intuitiva, empecé a registrar.

Registrar.

Es un lindo verbo registrar.
Registrar significa anotar, escribir, asentar algo.
Pero también es mirar con cuidado y detenimiento.

Bajar la velocidad y pensar, sentir, paladear.
Reconocer.
Ser.
Despertar.

Si, despertar. Creo que cuánto más despiertos creemos estar, cuándo más nos movemos, más dormidos, atontados y anestesiados estamos.

Por eso, supongo, escribo.
Para despertar.
Para poner en evidencia lo que soy, o al menos lo que sé que no soy.
No soy robot, ni máquina, ni objeto.
Escribo porque soy alguien.
Y le pongo palabras a lo que soy.

El ejercicio de escribir es lo opuesto a la acción automática.

Es, en definitiva, un acto de resistencia. Parar y observar.
 
Escribir es siempre un momento de reflexión, de pensamiento crítico.
La palabra construye y nos construye.
Pensamos, reflexionemos, proyectamos, calculamos, suponemos, predecimos, concluimos y finalmente, escribimos.

Escribir, contar, es transformar la experiencia de vida en algo trascendente.

El momento previo al accidente, el accidente mismo puesto en palabras deja de ser una acción despojada y se convierte en historia, en emociones, ¿Qué sentí? ¿miedo? ¿frío? ¿impresión? ¿Qué pensé?

Cada acción cotidiana, cada historia, cada momento.
Y también cada fantasía, cada sueño, cada temor.

La palabra saca a los hechos de esa habitualidad que apenas nos permite reflexionar y los deposita, amablemente, en el territorio de las ideas y los pensamientos.

Todo aquello que nos conforma puede ser un hecho literario.

La mosca aplastada bajo la campaña de vidrio, la desnuda transparencia de la cebolla, el pan que vuelve locos a todos y la mujer que entierra el cadáver de su hermano.

Simpleza de los actos traspasados por la complejidad del pensamiento.

Arte.

¿De dónde surge?
¿Quién lo crea?

¿Es tal vez la simple mosca aplastada bajo la campana de vidrio o es el pensamiento sobre esa mosca, puesto en palabras?

¿O serán ambos, puesto que uno no existe sin el otro?

En fin, pensamientos que se disparan en el preciso instante en el que alguien descubre con horror que su dedo esta a punto de ser triturado por un aparato electrodoméstico.



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