El tiempo, el implacable.

 Me pasa últimamente. Esos pensamientos que vienen y me invaden el cerebro, se acomodan, se instalan.

Se quieren quedar a vivir.

Desde que cumplí los cincuenta hace unos meses, el tema de la vejez y el paso del tiempo, todo eso está ahí, rondándome.

Un día descubrí que mis ídolos de antaño, aquellos músicos, aquellas actrices, hoy son personas mayores, ancianas. Alguna vez tuvieron mi edad, pero también para ellos pasó el tiempo.
Películas, música, todo lo que una vez fue mi presente hoy está en algún rincón de los recuerdos, museificado.
Al mismo tiempo, los que eran niños, pequeños sueños, hoy son adultos, jóvenes adultos como alguna vez fui yo.

Todo esto que digo es una obviedad, lo sé, pero andá a ponerle palabras al asunto, andá a animarte.

Y aunque este posteo a priori parezca fatalista, quiero decir que no, no lo es. En principio, tengo la sabía resignación de quién encuentra una verdad y la acepta, sin desesperación ni angustia. El tiempo es lo que es. Lo inquietante es descubrirlo de pronto, como si uno despertara de un sueño de décadas y se mirara al espejo y descubriera que el tiempo pasó mientrás todos dormían.

¿En qué momento envejecí? ¿Cuándo pasó?
De verdad lo pregunto, y estoy segura de que muchas personas de mi generación deben sentir esa pregunta bastante seguido.

Es que si me pongo a pensar, no fue hace tanto, tenía veintipico y era yo, la misma de ahora, con menos batallas claro, pero la misma. Tenía una inocencia que lastimaba y no sabía muchas cosas que me hubiese venido bien saber.
¿No fue entonces cuando me acurruqué en la cama con mi vieja a llorar por aquel desengaño amoroso? Si todavía duele cuando me acuerdo.

Después los treintipico, fue hace tan poco... nada ¿No? En varios ámbitos era la más chica, era la pibita.

Un día cumplí los cuarenta y fui mamá. La vejez seguía estando demasiado lejos.

Pero ahora me paro en los cincuenta y no entiendo qué estoy haciendo acá.
¿No hay ningún error?

Mi cuerpo me dice que no, me da señales, me advierte que todo fue hace tiempo. Y no es que no sepa escucharlo, es que no le creo.
No le creo a mi cuerpo.
Aunque ya casi no use tacos por miedo a caerme, aunque las canas se alcen entre mi pelo castaño, aunque las arruguitas aparezcan en mi rostro.

No le creo,  no puedo creerle ¿Sabés por qué? Porque mis emociones, intactas, dicen lo contrario.

Y no estoy diciendo que "me siento joven de espíritu" o alguna de esas paparruchadas.
Lo que yo creo, gente, es que el espíritu, el espíritu no es joven ni viejo.
Somos esa esencia que atraviesa el tiempo, y ahí adentro, en ese ámbito sagrado, estamos las que fuimos, las que somos.
Digo que aunque pase el tiempo, y el cuerpo envejezca, nosotras, las de entonces, somos las mismas.
¿Por qué no?

Ahí está, porque si bien aprendí más cosas, gané sabiduría, entendí mucho de lo que ni siquiera percibía, también es cierto que me dan rabia las mismas cosas, me incomodó y me ilusiono, me enamoro, deseo. Me desbordo.
Sé más cosas, pero paradójicamente no me siento más inteligente, ni más madura.

Si no existieran los espejos, creo que la imagen de mi misma estaría intacta, como la dejé a los veinte o a los treinta. Es lo mismo.

¿Cuándo se deja de ser joven? ¿En qué momento?

¿Y cuándo habrán dejado de ser jóvenes mis viejos?

Últimamente pienso mucho en ellos, en cómo serían a mi edad.
Tan ocupados, tan vestidos de adultos.
A veces pienso que entonces ellos debían tener menos contradicciones que nosotros. Se compraron el pase a la vida adulta y la transitaban como si hubieran nacido para llegar así, a esos momentos. Yo  miraba a mis viejos y a los adultos que me rodeaban, y me parecía que transmitían una sensación de seguridad, de firmeza. Esa sensación de que no tenían dudas ni vacilaciones en ser adultos.

Claro, en realidad creo que para ellos ser adulto era un mandato social. Había un límite.
Los adultos que me rodeaban fueron adultos tempranamente, quizás a los veintipico. Solían vestir ropas de adultos que ocultaba sus cuerpos, no hablaban de belleza personal ni de cuidados, no pensaban qué estudiar y menos abandonaban una carrera para comenzar a estudiar una nueva. Los adultos que me rodeaban, y esto lo sé bien, no hablaban entre ellos de sus temores, de sus dudas. Los adultos que me rodeaban construían sus vidas en torno a la familia, ese era el signo de éxito personal y de la estabilidad.

Mis viejos, para variar, rompieron bastantes de esas reglas.  No creo que por rebeldía sino más bien por equivocación. Se casaron a los treinta y pico, siendo ya muy grandes para la época. Después, con algunos padecimientos, hicieron todo como pudieron.
Mi viejo nunca supo ser el adulto que el mundo esperaba. Demasiados miedos y contradicciones lo atravesaban. Mi vieja en cambio nunca parecía dudar, como cuando dejó colgadas las tareas del hogar y se fue a la feria a vender artesanías en telar.

Personajes mis viejos. Quizás un poco más de certezas nos hubiesen dado más seguridades a mi hermana y a mí. Pero ¿Quién soy yo para cuestionarios, ahora que soy madre y entiendo que las seguridades son cartón pintado?

Ahora que estamos de este lado de la línea, yo y mis flamantes cincuenta años, me pregunto ¿Cómo nos veremos hoy nosotros, los adultos?
¿Qué sentirán los jóvenes cuando nos miran?

Quizás, esta certeza de ser quién fui, esta necesidad de seguir siendo, quizás digo, también sea un mandato.
En un sistema que rechaza a la vejez, que la desprecia por improductiva, seguir perteneciendo a un mundo que consume, que produce, que gasta quizás es la forma en la que obedecemos sin saber.

Qué mundo difícil.
¿Cómo se sale cuando esa salida es posiblemente una forma más de permanencia?

Pienso que quizá la utopía reside en creer que de una forma u otra podemos ser absolutamente auténticos, cuando siempre, inevitablemente, estamos atravesados por lo social. Somos bichos sociales, respondemos a los parámetros de una educación y una experiencia de vida que siempre son sociales.

¿Cómo salir, cómo romper, cómo quebrar?

Quizás la clave se encuentre en el hacer, esa magia tan humana que es el arte, la comunicación.
Disfrutando del arte propio y del ajeno, intercambiando arte nos preguntamos y nos cuestionamos.

Me pasa últimamente que para todas mis preguntas, para todas mis dudas, para cada uno de los temores que descubro, el arte es la gran respuesta.
Escribir, pintar, cantar, lo que sea.
Pero también, poder mirar la vida con ojos de arte.
Detenerse a observar, reír desde el alma,  emocionados.

El arte, la palabra, el pensamiento, nos trasciende. Desde allí no hay vejez ni muerte. Nos proyectamos.

Desde el arte y colectivamente, se prepara un mundo nuevo.


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