Esa sensación (una historia de miedo)

 Cada vez que alguien me cuenta que la casa donde viven sus padres es el lugar en el que vivió desde su infancia, siento una sensación de profunda extrañeza.

Es que la casa de mi infancia fue una de las tantas que habité. Una más.

En mi familia hubo muchas mudanzas, las suficientes como para reconstruir los recuerdos familiares según el domicilio de cada época: "Eso pasó en Francisco Hue", "Aquello fue cuando vivíamos en la casa del ascensor".
Y sí, hubo una casa del ascensor. Fue en otra vida y en otro tiempo, pero esa es una historia para otro relato.

La cuestión es que desde los once años recuerdo muchas mudanzas, algunas temporales, otras más duraderas.
Las mudanzas más breves significaban que el lugar donde vivíamos se había vendido pero por algún motivo, aún no teníamos disponible un nuevo hogar. Tres veces al menos viví durante un tiempo en un lugar temporal hasta poder mudarme al hogar esperado. Cuando era chica con mi familia vivimos varios meses en la casa de mi abuelo; otra vez, a los diecisiete años, compartí un departamento durante un mes con mi hermana, las dos completamente solas; y la última vez me tocó vivir varios meses con mi mamá.

En general, y esto supongo que le pasa a todos, atrás de cada mudanza hay una historia más o menos complicada. Las mudanzas son desgastantes, angustiantes, movilizantes y creo que nadie en su sano juicio se mudaría porque sí, porque está aburrido.
Algunas mudanzas están cargada de sueños y proyectos, con esas fantasías locas de cambiar estructuras para estar mejor. Renovar.
Pero en otras ocasiones las mudanzas indican que algo no funcionó, que hay que empezar de nuevo y entonces es tan difícil sacudirse la tristeza, la sensación de fracaso.

Así fue como un día nos mudamos con mi familia a Barrio Parque.

La casa de Barrio Parque fue la casa en la que más tiempo vivimos y la casa que menos quisimos.
Mi viejo la había elegido por la cercanía con la casa de mi abuelo. Mi mamá, mi hermana y yo no pusimos ninguna objeción, aunque quizá no nos terminaba de conformar la decisión. A lo mejor deberíamos haber dicho algo. Haber aceptado mansamente fue probablemente el anticipo de todo lo que luego pasaría allí.

Ese lugar, durante años albergó a muchos de mis fantasmas más aterradores, los más huidizos y secretos.
Por esa casa transitó la muerte, la oscuridad, la soledad y la tristeza.

La casa era tipo inglesa. Vieja, muy vieja. Vetusta. Y ese era ya un problema. Porque mi viejo venía ya de un derrape económico importante y la casa necesitaba una inversión material que en ese momento hubiera sido imposible.

Además, estaba ubicada en un barrio pituco, a metros del golf. Uno de esos barrios lindísimos en los que el auto caro pega con la casa, con el jardín y con la pilcha de sus dueños. Y nosotros ahí, sin auto ni ropa cara. Eso era lo peor, porque acentuaba  el contraste entre el resto de las casas y la nuestra. Una cosa es ser pobre en un barrio pobre, pero ser pobre en un barrio rico, es definitivamente triste.

Durante un tiempo el jardinero del golf venía a mi casa a cortar el pasto crecido porque eso daba mal aspecto, decían. Nosotros éramos los únicos del barrio que solamente entrábamos a aquel campo deportivo, para buscar a la perra cuando se escapaba.

En esa casa pasaron cosas rarísimas: una noche, por entre los barrotes del portoncito del patio, entraron tres perritos. Eran muy chiquitos y mi mamá, sarcásticamente, los bautizó "Las rayitas". Los tres se habían atrincherado entre la ligustrina y el alambrado y no había manera de sacarlos. Y ahí estaba yo como loca mala, a los gritos, golpeando con el escobillón el alambrado, a ver si las sacudidas lograban hacerlos huir. Esa batalla duró horas y sinceramente no me acuerdo cómo es que se fueron.

Otra noche, con mi papá escuchamos ruidos afuera y cuando nos asomamos vimos a un hombre tirado sobre la vereda. Una de las rueda de un auto, probablemente el suyo, estaba encima de su cuerpo. El hombre debajo de la rueda hablaba incoherencias hasta que vino la policía o la ambulancia, no recuerdo, y alguien se lo llevó.

Una vez, desde la ventana del comedor, fui espectadora de un tiroteo y de una muerte y hasta el día de hoy me hiela la sangre el recuerdo y prefiero no hablar de eso.

Allí, en las habitaciones del fondo, viví un tiempo con alguien. Quisiera decir "En pareja" pero no fue así. Sostuve esa relación todo lo que pude y cuado descubrí que él me engañó, lloré como una nena en los brazos de mi mamá.

Fue en aquellas mismas habitaciones que durante unos meses vivió mi abuelo. Siempre fue vital y lúcido pero en esos últimos tiempos su mente había comenzado a traicionarlo con ocurrencias febriles y aquel hombre largo y espigado cruzaba el patio a las dos de la madrugada para entrar a la cocina y despertarnos a todos exigiendo su almuerzo.

Un día mi abuelo no despertó, murió en su cama, y otro día, varios años después, se fue mi viejo. Estábamos mirando una película y de pronto su cuerpo dijo "Basta". Basta dijo, basta de maltrato y de dolor.
Basta.
Y se fue.

Ya mi hermana estaba viviendo sola y con mi mamá nos quedamos en esa casa decrépita. Como en una película de clase B, así me sentía. Mi mamá, la silla de ruedas, el empapelado roto y viejo de las paredes, las manchas de humedad.

Todo esto pasó, y varias cosas más que no recuerdo o que extenderían demasiado el relato.

Era una casa pesada.

Y además de todos los acontecimientos estaba la sensación.
Esa sensación.
De opresión, de encierro.
Esa sensación de que algo raro pasaba.

Yo no sé si era porque el sol entraba apenas, si era por su aspecto decrépito, o quizas por algún espíritu que se había quedado atorado por ahí. Pero la casa tenía algo que estaba mal.

Mal.

Todo lo que pasaba lo confirmaba. Casualidad o no, los acontecimientos dramáticos, descabellados y dolorosos ocurrían y se acumulaban uno tras otro.

Pienso ahora, ahora que me animo a decir, a contar, pienso que mucho de lo acontecido quizá fue influenciado por "eso" que ocurría allí y no tenía nombre.

Quizás las malas decisiones mías, los ataques de ira de mi papá, los problemas de salud de todos, quizá todo tuvo que ver con ese lugar que habitábamos pero que también nos habitaba a cada uno de nosotros.

Sé que nada de lo que digo tiene logica o al menos una explicación científica. A lo mejor son sólo excusas para justificar nuestras tristes existencias de aquellos años.
Pero esos sentimientos estaban allí y no sé iban.

Mientras vivimos en esa casa nunca lo hablamos, ni siquiera lo insinuamos. Quizá temíamos alguna represalia, como si la casa, o alguien, pudiese escucharnos y planear algo siniestro. A lo mejor verbalizarlo y descubrir que las tres sentíamos lo mismo era confirmar que algo realmente ocurría allí.

Por el motivo que fuese, recién nos animamos a hablar la misma noche de la mudanza.

Habíamos trabajado mucho para llegar a ese día. De a poco algunas cosas habían empezado a mejorar y lo primero que hicimos fue reunirnos y empezar a resolver juntas. Habíamos entendido que si queríamos salir de allí necesitábamos estar unidas y fuertes.

No fue fácil vender la casa. Contra todo consejo, empezamos a repararla, a arreglarla de a poco.
Sacar el empapelado roto que se enrrollaba en los rincones, pintarla de colores claros, cortar el árbol enorme del patio y dejar entrar la luz, arreglar los techos. Todo eso fue reparador no sólo para la casa.

Y cuando logramos venderla, fue como si todo lo que estaba quieto y estancado hubiese vuelto a funcionar.

Esa misma noche en la casa nueva de mi mamá (y temporalmente la mía también) festejamos.

Sentadas en la enorme cama de dos plazas, brindamos, mi mamá con un vaso de whisky y mi hermana y yo con un whiscola cada una.

Fue entonces, recién, entre risas de alivio y suspiros, cuando nos animamos a hablar, a soltar.
Fue entonces cuando pudimos decir todo lo que estaba callado, escondido.
Fue entonces cuando confirmamos lo que intuíamos: que las tres habíamos sentido siempre lo mismo.

La misma sensación.

Las palabras salían, explotaban en el aire. Todo lo que habíamos callado fue dicho a borbotones, el miedo se transformó en palabras.

Esa casa nos había maltratado, nos había atrapado durante mucho tiempo. Pero habíamos podido escapar.

Durante los años siguientes la vida nos sorprendió con todo lo bueno y lo malo.
La casa de mi mamá se llenó de luz y de amigas y de vida y sus últimos años creo que fueron muy felices.

Mi hermana y yo hoy también habitamos con felicidad nuestras vidas en otras casas.

Quizás por eso recién hoy me animo a contarlo.
Porque pasó.
Porque un día nos pudimos ir.
Porque un día juntas vencimos.
Porque un día ganamos.




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Comentarios

  1. Bueno, muy interesante el relato, muy inquietante realmente. Creo que lo que sucede con las casas es que las miramos con las sensaciones de lo que hemos vivido ahi. Entonces si lo que vivimos fue bueno, la casa nos puede parecer hermosa aunque sea un cuchitril. Y si no fue tan bueno, esa sensacion de pesantes nos acompaña a cada momento en que la habitamos. Por eso imagino que cuando dejamos una casa que nos trae feos recuerdos, tambien sentimos la libertad no solo de la casa sino tambien de esos recuerdos...

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    1. Es una excelente explicación. Creo que sí, que el gusto que las experiencias nos dejan en el paladar, hacen a los recuerdos. Aunque sinceramente, la versión fantasmagórica me atrae mucho más!😉

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  2. Querida Azorada. Este texto me interpeló en más de una forma.
    Saludos!

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    1. Qué bueno!!! Es lo mejor que puede pasar con lo que uno escribe!!!

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  3. Hermoso relato (verídico y ficcional a la vez?? Aunque la ficción es verídica también) me encantó porque me llevó a lugares que, como explicás en tu relato, no sé si quiero recordar...
    Gracias Clau por regalarnos tus recuerdos de una forma tan hermosa..

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    1. Verídico y ficcional es una buena definición. La palabra exorciza el pasado.

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