Hablemos de economía

Hace tiempo y no hace tanto


"Veintises de febrero de mil novecientos ochenta y dos.
Querido diario: hoy fuimos a comer a un restaurante (no tenían tarjeta) y mi papá dijo que no va a ir más a comer ahí sino solamente a restaurantes que tengan tarjeta. (Va a llegar un momento en el que el mundo se va a manejar con tarjetas de crédito)"

Así, con pocas palabras, la niña que fui a los diez años se expresaba con profunda preocupación acerca de ese rectángulo plástico que acababa de llegar a la vida familiar.

Recuerdo los temores. Había algo que no cerraba en el uso desmesurado que mis padres hacían de aquel novedoso sistema de consumo.

Unos días después escribía que mi mamá me tildaba de "amarreta" por no querer gastar, aún con el increíble beneficio de la tarjeta en cuestión.

Es cierto, no me gustaba usar la tarjeta. Me costaba comprender ese sistema de consumo con obligaciones a futuro.

"Claro, después hay que pagar" expresaba a modo de reflexión.

Y sí, el mensaje quedó grabado a fuego.

Tarde o temprano hay que pagar.
Todo se paga.
Las aspiraciones, los barretines, los deseos.
Hay que pagarlos.

Ser y tener, en este mundo, es casi lo mismo.

Cuando era chica, la economía de mi hogar fue para mí, durante años, una especie de antorcha luminosa que siempre amenazaba apagarse. Se sentía en el parpadeo de aquella luz que su fuego no podía durar para siempre.

Los chicos son muy intuitivos.

Cuando la situación económica en casa empezó a tambalear la frase que mi viejo repetía era "hay que dar la vuelta". Al parecer, cuando pudiéramos completar la vuelta, lograríamos algún tipo de equilibrio.

Pero la vuelta nunca se daba. Creo que el círculo era en verdad una espiral descendente y varios años después, mi viejo terminó enredado en deudas y malas decisiones.

Si bien yo sabía que la realidad económica del país habia contribuido, durante años responsabilicé a mis viejos de aquel desastre.
Por pretender más de lo que podían tener, pensaba.

Una obrerita textil hija de campesinos y el hijo del colchonero del barrio.
Familias de inmigrantes trabajadores.
De dónde esa creencia de que podían llegar más alto en la escala económica?
De dónde el deseo de poseer el derecho a poseer?

Claro, cuando las emociones se mezclan con la realidad, es difícil ver y entender.
Tuvieron que pasar muchos años para que pudiera entender que detrás de nuestras acciones  aparentemente libres, en nuestras formas de consumir hay construida una suerte de estructura política y económica que nos convierte en seres permanentemente deseantes de consumir.

Somos porque consumimos.

Comprar a cuenta.
Comprar lo que necesitamos pero no nos alcanza.
Comprar lo que no necesitamos pero deseamos tener.

La primera vez yo que accedí a una tarjeta de crédito me acuerdo que tuve una sensación inexplicable. Venía prácticamente de sentirme una desclazada. Había estado  rebotando durante años de un trabajo precario a otro, siempre sin un mango, y ahora justamente hacía un par de años que estaba dando mis primeros pasos en la docencia.

La tarjeta me llegó como un regalo del banco, unos meses después de que se me abriera la caja de ahorro para cobrar mi sueldo docente. Cuando sentí en mis manos aquel plástico rectangular fue como un "Ahora sí".
En aquel momento no era tanto lo que podía hacer con la tarjeta sino lo que la tarjeta significaba para mí. Posibilidades.

Tarde bastante en empezar a usarla y al principio fueron compras muy cuidadosas. Un par de zapatillas en muchas cuotas, por ejemplo. Después algún regalo caro, de esos que nunca podría haber comprado en efectivo, también en cuotas claro. 

Para cuando quise darme cuenta, una gran parte de mi sueldo estaba destinado a los pagos mensuales de la tarjeta.

Entonces empecé a necesitarla para hacer alguna compra de supermercado, con la idea de que fuera por única vez. La compra se convirtió en dos, en tres, y para cuando mi sueldo estaba destinado en casi su totalidad al pago de la tarjeta, ya era tarde.

Con los fantasmas que persiguieron a mi viejo durante años, una y otra vez entré y salí de ese enriedo.

Me culpé muchas y demasiadas veces por no saber manejar los números, por no llegar a fin de mes y volver a endeudarme.

Eso nos pasa cuando no podemos ver al monstruo, la enorme maquinaria que se genera en torno a nuestras deudas, nuestras cuotas, nuestros créditos. 

No sos un desastre con los números.
Es el capitalismo.


Cambiar, revisar, repensar

Ante todo quiero aclarar no sé demasiado de economía pero todo lo que voy a contar es ni más ni menos que el resultado de la experiencia cotidiana.

Entonces puedo decir que algo sé de economía porque manejo, mal, bien, como puedo, la economía de mi hogar.

Y sé de política porque entiendo que no existe ninguna decisión económica que sea del todo personal y que no comprometa una mirada política del mundo.

En este sentido, atravesar una pandemia de estas proporciones está resultando, para muchos de nosotros, una experiencia que nos ha modificado fuertemente, en muchos aspectos.

Uno de los cambios más profundo que me ocurrió, quizás fue en relación a la manera de consumir.

Durante años, quizá toda mi vida, compré en supermercados, productos elaborados, ligth, dietéticos.

Comprar al supermercado implica velocidad, el ahorro de un tiempo que en verdad nunca volverá a ser nuestro, porque es un tiempo que el sistema necesita sacarnos para que el mundo del capital funcione.

Comprar a estas grandes empresas, además, pone en juego, y yo diría que inevitablemente, la necesidad de consumir de una manera dramáticamente capitalista. El recorrido por las góndolas, los colores, los paquetes, los 2x1, los descuentos.
El deseo de consumir. El deseo y la culpa, todo junto.
Compramos lo que necesitamos, lo que creemos necesitar, lo que no pensábamos comprar, lo que nos tentó.

Comprar en supermercados implica, en definitiva, un pacto ciego con el mundo del capital. Porque no importa cuántos sean nuestros deseos de consumo, el capital se ocupará una y otra vez de reinventarlos, para que podamos volver a desear siempre.

Nos obsequian entonces ese rectángulo de plástico para que podamos creer que todos nuestros deseos pueden ser consumidos.

La tarjeta de crédito es la construcción personalizada de la fantasía capitalista con la que vivimos cada día. Es el sueño de que la espiral gira hacia arriba.

Y al mismo tiempo, la tarjeta de crédito implica un compromiso, una atadura, un pacto de sangre.

Desde una visión literaria, la tarjeta de crédito en la épica capitalista es quizá como un pacto fáustico, o como la posesión de una piel de zapa, aquella que se empequeñece en tanto su portador cumple sus más caros deseos.

Deseos de tener, de poseer, de convertirnos nosotros en mercancía.
Nuestros deseos firmados y sellados a traves del plástico rectangular.
Deseos que el capitalismo se ocupa de renovar una y otra vez.
Porque es la insatisfacción permanente y la necesidad de ocultarla, la que hace girar la rueda del deseo.

El deseo de consumir, de asumirlo como necesidad primaria está tan enraizado en nuestros habitos diarios que es, en definitiva, la esencia del sistema.

Supongo que por eso es tan difícil producir estos cambios cotidianos.

En los últimos años empecé a comprar a cooperativas de alimentos, muchos de ellos agroecológicos.
Al principio poco y nada, algunas frutas y verduras agroecológicas. Quienes me conocen saben que tengo una economía bastante ajustada. Así que, para ser sincera, me resultaba un gasto caro y lo hacía con esfuerzo.

Muy de a poco empecé a incorporar en mis compras otros productos de cooperativas de alimentos, tales como harinas, lacteos.

Con la cuarentena, y con ese tiempo tan alejado del vértigo cotidiano, empecé a producir varios alimentos para mi familia. Así fui dejando de comprar alimentos de procesados. Yogures, mermeladas y demás. Adueñarme de la cocina fue sinónimo de empezar a desterrar los procesados.

En algún momento, cuando quise darme cuenta, había dejado de comprar en los supermercados.
Todo esto ocurrió en un momento económicamente muy complejo, en el que me tocó remar sola la economía familiar y en el que pudimos resolver precisamente por estos cambios en la economía familiar.

Para ser clara, creo que comprar a los productores, a las cooperativas, no es simplemente un cambio de hábito.
Es mucho más.

Comprar lo necesario.
Comprar lo saludable.
Comprarle al que produce.
Conversar con los productores, preguntar, escuchar.
Consumir productos sin pesticidas ni agroquímicos.
Consumir sin depredar.
Producir alimentos propios.
Producir sin químicos agregados.

Reciclar, compostar, germinar, cultivar también son parte del proceso que recién está empezando.

La forma de comprar, de consumir y de producir, implica una serie de decisiones económicas que están apoyadas en una mirada política del mundo en el que vivimos.

Una mirada que cuestiona a ese mundo capitalista que sigue tan rabiosamente capitalista como siempre, tan depredador y explotador.
Ese mundo que nos está tironeando para que sigamos como siempre, apurados, ocupados.
Ese mundo capitalista que nos invita a seguir consumiendo nuestros deseos, para que no paremos, para que no pensemos.

Ese mundo capitalista que nos quiere tan individuos, tan dispersos, para que no nos nos juntemos, para que no nos organicemos, para que no tratemos una y mil veces de destruirlo.

Pero vamos a seguir intentándolo.

Porque se va a caer, te lo prometo.



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