Releyendo Antígona

En el curso de cuarto año estamos leyendo Antígona, la trágica historia de la joven hija de Edipo.

Los chicos se turnan para leer los parlamentos de los personajes y se entusiasman. En algún tiempo solía preguntar qué chica se ofrecía para un papel femenino y qué varones leerían a los personajes masculinos. Hace tiempo dejé de hacer esas preguntas tontas.

_ ¿Quién hace de Antígona?_ digo.

Levantan la mano, se entusiasman. Empezamos a leer.

Ahí aparece su voz. 

La voz de Antígona.

Su voz, su reclamo, su fortaleza.

Se ha escrito mucho acerca de la representación de la figura femenina en esta obra, e incluso en los últimos años se la ha revalorizado como un símbolo o como un emblema feminista.

Por si alguien no conoce la historia, todo comienza con la muerte de los dos hermanos de Antígona en el campo de batalla, luchando uno contra otro. Eteocles muere defendiendo el trono de Tebas, en tanto que Polinices muere dirigiendo al ejército enemigo. Ante esta situación, Creonte se hace cargo del trono, y toma una decisión: se sepultará con honores al primero, al que defendió el reino, y se dejará insepulto al segundo, considerado un traidor. Quien ose contrariar su orden será castigado con la muerte.

Creonte supone que nadie será capaz de cuestionarlo, y mucho menos de desobedecerlo.

Pero ahí está Antígona, decidida a sepultar el cuerpo de su otro hermano.

Cada vez que leo los diálogos de esta obra, cada vez que los escucho, algo se activa en mí, una emoción triste, una angustia conocida.


Es que la imagen de esta joven mujer desafiando al poder masculino es tan poderosa, es tan bella.

Y tan trágica.

Sus acciones, que parecen absurdas, se oponen a todo lo que se espera de ella y de cualquier mujer. Su hermana, Ismena, temerosa y seguramente más sensata, se lo expresa: 

"Piensa además, ante todo, que somos mujeres, y que, como tales, no podemos luchar contra los hombres."

El trono y las decisiones siempre estan en manos de los hombres. Primero Edipo; luego sus hijos, Eteocles y Polinices y ahora Creonte. La ley es de los hombres. Ni Antígona ni Ismena tienen poder alguno.

De todas formas Antígona se revela, aún sabiendo cuál será el resultado y cuál será su destino. No tiene el poder institucional, pero tiene un poder oculto, un poder que la moviliza.

Cuando Creonte se entera de la desobediencia de Antígona, descarga toda su ira en ella. Creonte es la ley patriarcal, no admite discusión: "En cuanto a mí, mientras viva, jamás una mujer me mandará." dice, y recalca: "Es mejor, si es preciso, caer por la mano de un hombre, que oírse decir que hemos sido vencidos por una mujer."

La mujer debe ser sumisa, aceptar las reglas escritas por los hombres, tal como lo hace Ismena. Por tanto, la mujer que se revela, que cuestiona, es de naturaleza malvada. Así le advierte Creonte a su hijo Hemón, enamorado y prometido de Antígona:

"No pierdas, pues, jamás hijo mío, por atractivos del placer a causa de una mujer, los sentimientos que te animan, porque has de saber que es muy frío el abrazo que da en el lecho conyugal una mujer perversa."

Pero Hemón cuestiona las decisiones de su padre, entonces la furia de Creonte se vuelve más grande:

"Está bien claro que te has convertido en el aliado de una mujer."

La palabra aliado, tan utilizada en nuestros días para referir al varón que apoya las luchas y reclamos feministas.

Hemon es aliado y Creonte se lamenta:

"¡Oh, ser impuro, esclavizado por una mujer!". 

Antígona, igual que muchas otras heroínas de la literatura escrita por hombres,  como Ana Karenina o Madame Bovary, tendrá un final trágico, violento, doloroso.

Pero también, Antígona se parece mucho a tantas heroínas reales, de carne y hueso. Mujeres movilizadas por el amor, buscando desesperadas a los suyos: 

Susana Trimarco es Antígona, buscando a su hija víctima de una red de trata, entrando a prostíbulos, desafiando órdenes.

Nuestra Norita y todas las madres y abuelas de Plaza de Mayo, recorriendo comisarías en plena dictadura, marchando, exigiendo aún hoy. Todas ellas son Antígona.

Hay un poder oculta, enorme, en estas mujeres. Un poder que enfrenta una y otra vez a ese otro poder, el poder patriarcal. Un poder que se nutre de una fuerza vital, noble, legítima.

Imparable.

Cualquiera de estas mujeres podría haber dicho el mismo parlamento que dice Antígona ante la muerte:

"No he nacido para compartir el odio, sino el amor."

Y desde el amor, claro, lo derribaremos.


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