Las mariposas negras

Dice Juan que algunas veces siente como un vacío en la panza, y no es por hambre.

Yo creo que son las mariposas negras.


Tenía quince años cuando empecé a leer a Sartre. La verdad es que el origen de mi curiosidad estaba directamente relacionado con el chico que por entonces me gustaba. Él lo amaba, así que yo también quería amarlo. A Sartre digo. 

Un día de esos llegué al taller literario y tiré mi propuesta: "Me gustaría leer a Sartre" y como era la más chiquita del taller y la más consentida, así se hizo. Durante varios encuentros leímos varias obras: "A puerta cerrada", "Las manos limpias" entre otras, y sentí que me deslumbraba tanto como me agobiaba.

Por entonces discutí bastante con mi papá, que no lo quería ni un poquito. Sartre había estado cerca del partido comunista sin hallar en él las respuestas que buscaba, y eso para mi papá era imperdonable. Mi viejo me repetía que leerlo no valía la pena; "¿Qué leíste de él?" lo increpaba yo enojadísima; "No leí nada porque ya te dije que no me interesa" me respondía él de manera infantil "¿Y cómo sabés que no es bueno si no lo leíste?" era mi retruco y eso iniciaba otra vez la discusión. 

A mí, como buena adolescente, me parecía fundamental leerlo si mi papá se oponía. Pero además Sartre me resultaba fascinante. Esa búsqueda desesperada para encontrar respuestas a un mundo cada vez más desolador. Era la entre guerra y el sinsentido de la existencia inundaba sus obras.

Nunca entendí cómo un día apareció La Náusea entre los libros de mi papá. Un libro viejo, descuajeringado y que hasta el día de hoy conservo. Seguramente mi viejo lo compró en una librería de usados. Esos lugares eran su debilidad. Me gusta imaginar que después de alguna de esas discusiones conmigo lo descubrió entre un pilón de ofertas y su curiosidad pudo más.

Así empecé a leer La Nausea. Tenía diecisiete años y me cautivaron las disquisiciones filosóficas de Ronquetin, el protagonista,  acerca del sentido de la vida.

Aquel hombre que describía de manera minuciosa todo el vacío de la existencia humana me generaba una enorme compasión, aunque a decir verdad estaba demasiado lejos de entenderlo un poco más. Pero lo sentí. Ese agujero negro que crece en el alma, ese vacío interior que produce el descubrir un día, de pronto, que la existencia humana no tiene ninguna finalidad, ninguna razón.

De todas formas a esa edad todo era más fácil de sobrellevar. Era muy joven y la vida era una enorme promesa.

¿Cuanto habré podido cumplir de aquella promesas?

Tic tac.

Ahora.

Cincuenta y uno, eso me dice el almanaque, el reloj, el espejo, mi cuerpo. Aunque mis emociones siguen siendo algo inmaduras, algo adolescentes.

La conciencia  del tiempo limitado. Vinimos, hacemos un par de cosas y nos iremos. Y eso es todo.

Vivir, sabiendo que la muerte aguarda, es el sinsentido mayor.

Si la guerra, con toda su destrucción y su sordidez, marcó el pensamiento de Sartre y de toda su generación, supongo, estoy casi segura, de que la pandemia es para nosotros una línea que separa nuestras creencias y supuestos en un antes y un después.

La muerte que concluyó de manera vertiginosa tantas historias, tantos proyectos; la reclusión, esa distancia con la rutina y sobre todo, la posibilidad de pensar el mundo sin nosotros.

Buscar respuestas.

Razones para vivir.

Con signos de pregunta.

A veces es difícil encontrar respuesta.

Pese a lo difícil que puede ser este tema, y para que quede claro, no lo planteo desde un lugar dramático. De hecho no sé trata de un estado de ánimo permanente. 

Se trata de pequeñas mariposas negras que nos sobrevuelan, que están por ahí, dando vueltas, y que cada tanto se nos meten en el cerebro y nos sacuden.

Es como si de golpe tuviésemos una lucidez increíble.

La vida, la muerte. 

Absurdo todo.

Fatal.

Rubén Darío.

Dichoso el árbol, que es apenas sensitivo,
y más la piedra dura porque esa ya no siente,
pues no hay dolor más grande que el dolor de ser vivo,
ni mayor pesadumbre que la vida consciente.

Ser, y no saber nada, y ser sin rumbo cierto,
y el temor de haber sido y un futuro terror…
Y el espanto seguro de estar mañana muerto,
y sufrir por la vida y por la sombra y por

lo que no conocemos y apenas sospechamos,
y la carne que tienta con sus frescos racimos,
y la tumba que aguarda con sus fúnebres ramos,

¡y no saber a dónde vamos
ni de dónde venimos!…

¿Qué habrá sentido Rubén Darío cuando escribió esta maravilla que es Lo fatal?

¿Habrá sentido también las mariposas negras en su mente?

Creo tener el recuerdo lejano y borroso del día en que sentí por primera vez esa sensación.  Un pequeño y fugaz momento de conciencia. La muerte. Supongo que fue antes de los diez años, porque en el recuerdo sé que estoy en la habitación de la casa de mi infancia. Estoy jugando y de pronto lo sé. Un día mami y papi morirán. Lo sé y no puedo dejar de saberlo ya. No recuerdo si en aquel momento pensé en mi propia muerte también. 

Pero sé que me angustié.

Mucho.

¿Por qué escribir sobre esto? 

Porque está y seguirá estando allí.

Es lo que es.

Y es mejor decir que callar. Siempre.

 Porque sé que Juan también tuvo su momento de revelación y también se angustió.

Angustia de saber que un día todos moriremos.

Angustia de saber que el sol se extinguirá un día muy muy lejano, tan lejano que es casi imposible pensarlo. Pero se apagará, así será. 

Angustia humana.

Me pregunto si será esa angustia y no otra cosa la que mueve todos nuestros actos.

¿Será esa misma angustia la que nos obliga cada día a pensar en estrategias para enfrentar al olvido y trascender a la muerte?

¿Será esa angustia la que nos empuja a crear y a crearnos cada día?

¿Serán las mariposas negras y no otra cosa?









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