Yo, docente


Soy docente y hoy, oficialmente, empezaron mis vacaciones.

Este año terminé las clases con muchísimo cansancio, aunque para muchos sea incomprensible.

¿De qué nos quejamos  los docentes si trabajamos tan poco y encima tenemos tantos días de vacaciones?

Al fin y al cabo ¿para qué eligimos la docencia?


Cualquiera es docente 

"La enseñanza es la fregona de las profesiones. A los profesores se les dice que entren por la puerta de servicio o por la parte de atrás. Se les felicita por tener TTL (Tanto Tiempo Libre). Se habla de ellos con condescendencia y se les dan palmaditas, a posteriori, en las canas."

Frank Mc Court, "El profesor".


Cualquiera es docente.

Eso dicen.

Somos los que trabajamos cuatro horas.

Somos los que tenemos tres meses de vacaciones.

Somos los que estudiamos tres añitos y vivimos haciendo paro.  Somos los vagos.

Los que enseñamos mal, o no enseñamos.

Cualquiera podría ser docente, dicen.

Cualquiera puede enseñar.

Pero en la mayoría de las ocasiones, quienes dicen todo eso, no tienen idea de lo que significa enseñar.

No saben nada de nuestro trabajo, no saben que supera ampliamente las cuatro horas frente a alumnos, que en casa seguimos trabajando, y que nunca tenemos tres meses de vacaciones, aunque quizás esto sería muy bueno para la salud mental nuestra y la de nuestros alumnos.

No saben todo lo que depositamos en esas horas que estamos en la escuela.

Nuestro trabajo no siempre es apreciado. No producimos bienes materiales, trabajamos con el mundo del pensamiento, con las ideas, y a veces ni nosotros lo vemos. 

El mundo que nos rodea nos subestima.

Y nosotros también.

Estamos tan ocupados, llenando planillas y rearmando propuestas para que encajen en una realidad en la que nada encaja, tratando de enseñar en medio de aulas rotas y chicos decepcionados.

A veces enseñamos, a veces pretendemos enseñar.

Y nos cansamos.

Enseñar cansa.

Pero intentar enseñar en condiciones adversas cansa más aún.

La carga mental cansa.

Fue hace muy poco que supe de su significado. La carga mental es esa enorme responsabilidad implicita en la educación de las mujeres. Esa computadora interior que permanentemente selecciona, archiva, avisa.

En el mundo docente, ya sabemos, la mayoría somos mujeres y vivimos con esa carga mental. Pero además, por las características de nuestro trabajo, cargamos también con ese otro paquete.

Más carga mental.

En definitiva, si olvido comprar alimentos no comemos, si olvido revisar el cuaderno de mi hijo, al día siguiente no llevará lo que le piden. 

Pero si no organizo que voy a trabajar mañana en cada curso, cómo voy a desarrollar cada tema y con qué recursos, tampoco podré dar clase. Buscar ese libro, sacar fotocopias, armar un cuestionario, pensar una actividad de cierre. Y corregir, volcar las notas.

Y después está el aula, cada vez más rota y descascarada; y los chicos, cada vez más enojados, fastidiados, descreídos.

Y nosotros ahí, tratando de unir todo, aunque sabemos que nada encaja.

Ya aprendí.

No se trata de errores ni de malas interpretaciones.

Esto es lo que se espera que hagamos.

Esta es la escuela pública que ellos quieren.


Yo fui alumna 

Haciendo memoria, guardo en mi recuerdo pequeñas historias más o menos felices con algunos docentes.

En jardín, lo conté muchas veces, la pasé mal. Tuve varias docentes que no pudieron, o no supieron, poner fin al maltrato de mis pares. Estos patrones se repitieron tanto en primaria, como en secundaria. En la educación formal se fijan roles. El vago, el inteligente, la problemática, el limitado, la rebelde. A veces los adultos parecen estar cómodos con esas etiquetas.

Nadie lo va a reconocer abiertamente, pero es así. Tanto en el hogar como en la escuela los adultos otorgamos roles a los chicos. Y los chicos muchas veces asumen esos roles, porque así les enseñaron. Son eso que se dice de ellos.

Yo también tuve mi rol asignado. En los primeros grados siempre estaba castigada. En mi recuerdo, todo me costaba mucho, no prestaba atención y hablaba demasiado, aunque contradictoriamente era muy introvertida.

Cuando estaba en sexto grado, un maestro practicante nos preguntó a uno por uno qué queríamos ser de grandes. Cuando llegó mi turno, ansiosamente, con orgullo, le conté que quería ser escritora. "Ella es así, medio loquita" dijo mi maestra de lengua y literatura, como disculpándose. Debe haber dolido porque no se me lo olvidé nunca más. Pero tampoco se me olvido la devolución que ese maestro practicante me escribió debajo de una redacción que pidió de tarea: "Tenés pasta de escritora" decía.

Fue finalmente en la facultad que pude romper con algunos  de esos patrones. Ya no era el bicho raro. Fui una estudiante más, otra fanática de los libros.

Y no importa si algún día podré publicar, o si alguien quizás me recuerde por eso. No importa si alguna vez soy reconocida por ello. Escribir es lo que hago, es lo que disfruto hacer. Escribir está en mí.

No digo que la mirada de uno, o dos o más adultos puedan definir absolutamente nuestro camino, pero sí creo que pueden ser ese empujón que nos impulsa o el ancla que no detiene.

Esa maestra que te dijo que no servís para cantar o esa profesora que te insiste en que sigas estudiando. 

Y cuando la mirada de la familia está demasiado borrosa, cuando los chicos no tienen ese afecto que los impulsa a decir "soy este" o "quiero aquello". Entonces, la escuela y la mirada docente son todo lo que tienen.

Algo de eso sentí hace unos años con un grupo de chicas de quinto año. Era un curso pequeño, formado en su mayoría por chicas que a priori parecían bastante escépticas y desganadas. Pero ese año, cuando empezamosa leer El diario de Ana Frank, se entusiasmaron tanto con la historia que se transformó en el proyecto anual de mi materia. Organizamos una visita a la casa museo, hicimos afiches, láminas, y finalmente preparamos una presentación en una escuela primaria para que ellas contaran a los chicos de sexto grado todo lo que sabían. 

Yo estaba feliz. Son esos pequeños momentos en los que la docencia tiene tanto sentido. El día del encuentro estaban nerviosas y ansiosas. Salimos de la escuela para ir a tomar el colectivo y en el camino, conversando sobre lo que iba a pasar, una de las chicas contó ofuscada: "mi mamá se rió cuando le conté, no me creía". Lo mismo, según contaron, pasó con una docente que se burló de ellas: "¿Ustedes van a enseñar?".

Las palabras de los adultos, no siempre lo vemos así, son constitutivas para los chicos. Vaya responsabilidad.


Y sí, soy docente 

"Piensas que entrarás en el aula, te quedarás parado un momento, esperarás a que se haga el silencio, les verás abrir los cuadernos y preparar los bolígrafos, les dirás tu nombre, lo escribirás en la pizarra, te pondrás a enseñar. (...) No ves el momento de llegar a la literatura. Mantendréis debates animados sobre poesías, obras de teatro, ensayos, novelas, relatos cortos. Las manos de los ciento setenta estudiantes vibrarán en el aire, y ellos exclamarán «señor McCourt, yo, yo, quiero decir algo». (...) Los directores y otras figuras de autoridad que pasen por los pasillos oirán ruidos de emoción en tu aula. Mirarán por la venta nula de la puerta, asombrados al ver tantas manos levantadas, interés y emoción en las caras de esos chicos y chicas, de esos fontaneros, electricistas, esteticistas, carpinteros, mecánicos, mecanógrafas, torneros." 

Frank Mc Court, en "El profesor"

Esta es la fantasía secreta, lo que calquier docente, al menos los de literatura, soñamos cuando aún no hemos entrado a un aula.

Después, y con bastante velocidad, aprenderemos que ese éxito rotundo ocurrirá tan solo en las películas, porque la vida real es otra cosa.

Los y las docentes trabajamos en permanente tensión. Nuestro trabajo exige atención extrema, estamos constantemente expuestos. En el aula, con los directivos, con los inspectores, con el sistema mismo.

Hay un poder simbólico que está en disputa y  va de un lado a otro, nunca está en una sola persona.

Claro, hay muchísimas situaciones de alegría, de complicidad y de placer. Pero ni siquiera en esos momentos un docente puede estar relajado.

Por eso, la primera vez que entramos al aula tenemos tanto miedo; por eso cada año, cuando empiezan las clases, no dormimos pensando cómo será ese año y ese curso.

Ser docente es una forma de construir.

En mi historia, la docencia llegó de casualidad. De verdad. Cuando empecé a estudiar Letras no estaba en mis planes ser docente. Si hubiese querido ser docente hubiera hecho un profesorado.

Pero no me anoté en un profesorado. Me anoté en la carrera de Letras en la UBA, y fue estudiando que supe de la posibilidad de ser docente.

Hay colegas que desde la infancia supieron que querían ser maestras o profesoras. Jugar a la maestra o jugar a la mamá. Esas, en general, eran las elecciones lúdicas de las niñas.

Yo no jugaba a la maestra. Pero me dediqué a enseñar.

Para mí este comienzo es importante. Porque en mi mente rompe con la estructura rígida de la docencia como un llamado vocacional casi religioso. 

A  la docencia llegué de casualidad y no por vocación. Tuve que aprender a amar la docencia mientras aprendía a enseñar.

Me dediqué, durante décadas, a ejercer esa profesión tan intensa, tan cuestionada, y que aún hoy me genera contradicciones.

Soy docente. Soy docente y eso es más que una profesión, más que un título. Soy docente y es una condición que me define, para toda la vida. Ni siquiera cuando me jubile podrá cambiar eso. Seré entonces una docente jubilada, así me llamarán "Esa es Claudia, una docente jubilada".

Para mis ex alumnos, en cambio, cuando me crucen por la calle o cuando me recuerden en alguna anécdota, seré "la de lengua", "la bruja de lengua" o el adjetivo que califique el recuerdo.

No sé si en otras profesiones pasa lo mismo. Los doctores, por ejemplo, suelen ser llamados por sus apellidos. No recuerdo a nadie que diga "el de los dientes" o "el del estómago".

Pero a nosotros nos conocen así.

Así seremos recordados.

Cuando era estudiante leí textos muy interesantes, algunos de ellos daban cuenta del rol social de la educación como una construcción con dos aristas. Por un lado, el poder de controlar a la sociedad, inculcar normas y reglas sociales que permitan disciplinar a los niños y a los jóvenes. Pero, por otro lado, en el aula, seríamos nosotros quienes tendríamos el control, seríamos nosotros quienes podríamos, en ese espacio, construir resquicios para ayudar a nuestros estudiantes a elaborar pensamientos críticos. 

En una epoca creía en esos resquicios. Nos daban fuerza, cierto poder.

Éramos algo así como agentes secretos disfrazados de docentes. 

Pero hoy no encuentro resquicios.

No los encuentro.

Yo sé que están, en algún lado están, pero no los encuentro.

Y es quizás en esa absurda tarea de buscar los agujeros del sistema, que me canso tanto.


Cierre 

Hay cierta sabiduría en todo esto.

Quizás llegó la hora de buscar otros espacios.

Así que me voy despidiendo.

Sin dramatismos.

Me estoy yendo.

Pero aún no.

Todavía queda un poco, algo de tiempo.

Hasta el último momento, hasta el último día, seguiré buscando resquicios.

Porque eso es lo que sé hacer.

Buscar resquicios.










Comentarios

  1. Profe, me encantó. Me encantó mucho.

    Seguro lo conozca, pero por si acaso le dejo de recomendación "Los actos públicos" de Walter Lezcano porque tambien es profe de lengua y literatura y porque tiene unas palabras (al final) que son hermosas: "¿Por qué insisto con la docencia? (...) ¿podemos darles a estos pibes un futuro o por lo menos podemos ayudar a que ellos lo construyan, lo piensen, lo imaginen? Esa es mi tarea invisible y diaria. Y estoy contento con eso".

    ResponderBorrar
    Respuestas
    1. Qué hermosa frase! No conozco el libro y lo voy a buscar. Gracias por poner luz en la oscuridad!!!

      Borrar
  2. Hermoso texto para leer en este día. Me encantó. Somos muchos los que creemos que esta tarea vale la pena.

    ResponderBorrar

Publicar un comentario

DEJAME TU COMENTARIO!😌

Entradas más populares de este blog

Una soledad propia

Como sapo de otro pozo

La alegría es un derecho

Cien años de amor

Hasta siempre Rafa. La voz y el alma.

Araceli

Pedacitos de poesía

El vulgar irreverente

Territorio: donde nombro al recuerdo